viernes, 1 de agosto de 2008

Mientras escuchaba El Triste

Una de mis canciones favoritas en el mundo es El triste, de Roberto Cantoral e interpretada por José José.

Hace poco vi la versión que interpretó en el Festival OTI en 1970. Estaba en un Sanborn's esperando a mi mamá y surgió ante mis ojos. Se me llenaron los ojos de lágrimas ante su interpretación.

Entonces bajé el video de youtube y exporté el audio en mp3. Un día, camino a una cita, la estaba escuchando y pensé en qué escribiría un "triste". No fue muy difícil ponerme en sus zapatos y esto fue lo que salió:

"Te deseo en el resto de mis días aunque en el entendimiento me queda clara tu ausencia.

Esta ya larga separación no impide que mis sentimientos permanezcan incorruptos difíciles de transformar y/o apaciguar.

He buscado reinventarte y conformarme con la vida que transcurre en mi mente, ésa donde los dos estamos junt y nuestros mundos se unen al compás de una melodía de Korsakov: escandalosa a veces, pero en todo momento armónica.

Es como si mi rostro conservara el dejo de amargura mientras que las estaciones cambian, van y regresan, y la gente y el mundo transcurren en eterno movimiento. Yo también me muevo, pero en lugar de ir hacia adelante regreso, en un devenir constante, a tu recuerdo.

Ya no lloro. Hace mucho que se me agotaron las lágrimas destinadas a nuestra causa perdida. Ya no lloro porque mi angusta y tu lejanía bombardean mi alma con un dolor tan profundo que no hay llanto que lo exprese o que lo amague aunque sea un poco.

En este caso, el tiempo no ha resultado ser el antídoto perfecto. O acaso las heridas son tan hondas como las fosas donde yacen los desconocidos, donde me hundiré yo dentro de poco.

Como no puedo curarne, voy a resguardarme en mis propias heridas. Me esconderé de mí mismo para evitar buscarte.

Porque, al final de cuentas, nos tuvimos que decir adiós cuando nos queríamos profundamente. Mis ojos ya sólo ven a través del velo gris de la soledad.

Antes bien, aún conservo el recuerdo de tus ojos sonrientes, de tus manos, mi hogar y mi delirio, y la añoranza de volver a sentirte es lo único que me mantiene vivo".

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Quiero ser franco contigo porque todo elástico tiende a ceder; así pues, yo cedo, al igual que la máscara que cubre el rostro con razones de la más fina estética y del más severo pragmatismo. Quiero hacer como tú haces, de manera digital, con la mayor de las sinceridades de testigo. Noto que tu diario virtual está plagado con confesiones de sentimientos. Deseo hacer lo mismo pero en sentido opuesto que, para el caso, resulta lo mismo: Preciso hablar de lo que no siento...

En últimas fechas ha llamado mi atención un pequeño cuan significativo rasgo. La cuestión es que ya no la miro a los ojos. Esto sucede de manera constante, además entiendo perfectamente la razón de la huída: me da miedo. Me causa un profundo terror verla directamente a los ojos, de tal forma que pueda ella en respuesta ver de lleno los míos. Ahí hay sólo verdad y ésta es directa y tajante. Si mira en mis ojos verá nada.

Más allá de la fisonomía propia de la retina observará un terrible vacío, el profundo barranco donde su mirada amorosa se topa con un rotundo eco. Y se regresa el vistazo a ella, pero no se refleja y no descubre. Es llanura y abismo, desesperación pura.

Supongo que asomarse a mis ojos sería una sensación paralela a visitar un cuarto viejo, después de la mudanza. Sólo las mentes más vivaces podrán descubrir la nostalgia que sudan las paredes desnudas. Aquí y allá donde el papel tapiz enmohecido rompe con el patrón simétrico del muro se descubren grietas, ¿acaso arrugas?, ¿qué son las irregularidades de la piel sino el expediente de lo vivido? Este cuarto viejo es entonces lo que dejó el traslado: la mudanza de emociones, lujuria, canciones, creatividad, entrega, musas cual sirenas, en fin todos aquellos símbolos que en efecto “daban vida” al cuarto. Sin estos elementos, sólo queda materia.

Entonces, mirarme fijamente a los ojos es pararse frente a la ventana que, abierta, revela el hemisferio izquierdo del cerebro. Con ese mecanismo opera mi empatía hacia la que tengo enfrente. Lógica y buenas intenciones son el impulso del mundo de mis emociones. Empero, el pasar de los días se vuelve de acero y aceite, un movimiento mecánico controlado con un falso sabor de azar y aventura como el movimiento que describe un péndulo. Viviendo bajo tales reglas del raciocinio no soy más que una copia de lo repetitivo: el deja vú de la rutina.

Mientras, tengo cuatro opciones: mirar hacia otro lado rápidamente, abrazarla fuerte hasta recobrar el aliento, hablar del primer tema que venga en mente o simplemente confiar en que el vacío de mis ojos produzca suficiente vértigo como para desear enfocar la mirada en cualquier cosa, sea o no conveniente (eso es lo de menos).

Me aterra que en su rostro aprecio alegría: infantil, coloreada de esperanza, enmarcada en sueños y flores y cuentos de hadas. Y yo, al otro lado de la mesa con el alma amputada pensando que nada mata más rápido la dicha que el conformismo. Sentado en mi silla con el espíritu anestesiado, prefiriendo reconocer la ausencia que sobrellevar la posesión. Así casados prematuramente con verdades a medias, rostro del engaño ataviado con timidez, nos tomamos un rico café negro (bien cargado) y nos tomamos las manos para no tener que hablar.

De pronto me acuerdo de aquel, el de entonces, y hago consciente que mi problema no es de relaciones es más bien de conjugaciones verbales. Aquí donde todo funciona en presente, soy pretérito. Y no hay milagro ni esfuerzo que pueda cambiar las reglas gramaticales de un amé a un amo.

Desde el fondo crece la duda: ¿Volverá a pasar alguna vez?