miércoles, 8 de abril de 2009

La nena

Había una vez una mujer llamada Carmen. Su nombre era sencillo y bonito. Y ella era una mujer sencilla y hermosa también. Tuvo a su primera y única hija cuando tan sólo contaba con 19 años de edad, y desde entonces se convirtió en una mujer independiente que salió adelante sola, porque su marido se divorció de ella como de otras varias más.

Le decían "La nena". De facciones exquisitas, cabello chino y piel blanca, La nena fue secretaria. Sé muy poco de su vida, pero estoy segura de que era una princesa de cuentos de hadas.

Cuando yo llegué al mundo La nena me consintió como nadie. Dormía las tardes en su regazo, después de que me leía cuentos. Me encantaba que me leyera. Es una pena que ya no recuerde su voz, pero recuerdo la sensación de paz que ésta me provocaba. Recuerdo su delantal y recuerdo su sazón. Diario me preguntaba qué quería comer. Cuando aprendí a hablar le contestaba, y cuando regresaba de la escuela olía el delicioso aroma de las mojarras, o del pollo.

Pienso en ella y de pronto la imagen que evoco está llena de luz. Era como si todo a su alrededor se encendiera con su presencia. Yo sólo la vi con el cabello completamente blanco, el cuerpo rollizo y el paso lento. Tranquila, siempre tranquila. Leyéndome, y cuando yo aprendí a leer, leyéndole, arrullándola para que se quedara dormida.

Mi tía abuela se murió dormida. De un día para otro ya no despertó. Yo acababa de cumplir siete años. Me enteré un mes después. A mi hermano y a mí nos dijeron que estaba en el hospital.

Un día mi mamá nos llevó a la feria conmemorativa de alguna virgen, no sé de cuál. Estábamos en misa y, cuando llegó el momento de rezar, mi hermano y yo dijimos que queríamos rezar para que mi tía regresara pronto del hospital. Ahí fue. No hubo más remedio. Nos dijeron que estaba muerta.

También recuerdo mucho cuánto la lloré. Recuerdo que tomaba los libros que leía con ella para evocarla. A lo mejor, si deseaba mucho que ella llegara a leerme un cuento, aquel Dios del que ya dudaba, me la regresaría. Se lo pedí muchísimo pero fue inútil. La nena ya no estaba. Nunca más volvería a probar su sazón rico, sus pescaditos con ojos, ni volvería a oler su piel que me sabía a hogar. Pero dejó huella. Una huella hondísima. Ahora, siempre que leo, me parece que es su voz la que resuena en mi mente.

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