domingo, 10 de octubre de 2010

El próximo mes se cumple un año de que murió mi tío Fernando. Creo que la imagen de mi tía Julieta, su madre, al centro del salón de la funeraria nunca se me va a olvidar. Recuerdo cómo se levantó de la silla y caminó apoyada en el bastón cuando escuchó el llanto desconsolado de mi mamá. La envolvió en sus brazos mientras le murmuraba palabras que ya no recuerdo. Antes de ver el dolor de mi mamá, no había dimensionado el cariño y el lazo que unió a los primos como si fueran hermanos. Cada vez que pienso en muerte evoco la imagen de mi tía Julieta en el centro del salón. Me acuerdo de su rostro arrugado y su mirada triste, tan bella como siempre, acariciándome las mejillas. Me acuerdo de mi prima llorando sobre el ataúd de su padre. De la entrada en el blog de mi mamá que me hace sentir que me sofoco de pena cada vez que la veo. Cada vez que me entero de la muerte de alguien, recuerdo la foto de mi tío jugando guitar hero. Sus Beatles a escala. Me acuerdo de su casa en la calle de Nueva York, pero sobre todo recuerdo los pasos de mi tía, de sus arrugas y su sabiduría y de sus ojos cristalinos por el llanto. Los padres no deberían enterrar a sus hijos. Las personas no deberían enviudar a los treinta y tantos, ni a los cincuenta y tantos. Los hijos deberían conservar a sus padres, y los hijos de los hijos deberían conocer a sus abuelos.

Pero la naturaleza falla. Falló con mi tío que no va a conocer a sus nietos, que dejó una viuda joven y unos hijos que apenas salen de la adolescencia. La naturaleza le falló a mi mamá que perdió a su hermano antes de tiempo. Y también le falló a mis tíos, que a finales de noviembre de 2009 enterraron a su primogénito.

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