Me encontraba en
el salón de preparatoria. Cursaba el cuarto año; mi amigo Rafael nos esperaba
en el pasillo porque, a pesar de que la campana había sonado, el profesor de geografía
seguía explicándonos el conflicto territorial en Medio Oriente, y se olvidó del
receso.
En cuanto miré hacia la ventana y divisé a mi
amigo, supe que algo grave sucedió; la mente empezó a hacer sus conjeturas.
“Habrá reprobado español”, creí. Finalmente el maestro dio por concluida la
clase y Gabriel, el compañero que se sentaba frente a mí y quien contaba con
celular, me miró fijamente y me preguntó: “¿Ya te enteraste de lo de Nueva
York?” Rafael, que ya había entrado, le quitó la palabra y exclamó:
“¡Derribaron las torres gemelas!”. Por supuesto, la noticia nos conmocionó, tal
como fue una gran sorpresa para el mundo. Sin embargo, sobre la escuela cayó
una sombra inmensa de desconsuelo. La situación se agravó cuando mi maestra de
español declaró que su hermano trabajaba en Manhattan y, entre lágrimas, nos
dijo que no lograba comunicarse con él.
En clase de historia, la maestra no dejaba de
repetir: “Estamos presenciando un momento histórico”; casi parecía que se
regodeaba. Mientras, yo pensaba que era absurdo regodearse en la trascendencia
de un acontecimiento funesto.
Para cuando salí de clases, Al Qaeda ya se había hecho responsable
del atentado en el que resultaron heridas aproximadamente 6 mil personas, y
alrededor de 3 mil murieron. La
famosísima imagen de Bush Junior,
donde está sentado en un colegio de Florida y le avisan sobre el impacto que
recibió la Torre Norte, ya le había dado la vuelta al globo. Para las 10 de la
noche, Televisa y Tv Azteca envolvían el acontecimiento en una cortina de
sensacionalismo.
Días, días y
días transcurrieron y no hubo otras notas. Luego Bush aprovechó para iniciar
una guerra absurda contra Afganistán, transmitida por CNN. Y mientras la
tragedia de inicio de siglo latía, yo iba creciendo. Cuando entré a la
universidad me llamó la atención que en el salón colgaban las primeras planas
del 12 de septiembre de 2001 de los periódicos más importantes del mundo.
El análisis del despliegue mediático que
suscitó la noticia fue recurrente en mi generación 2004-2008. Discutimos de
todo: desde la cuestionable ética de la revista Times, que retocó la fotografía de las torres gemelas y quitó un
edificio del camino (edificio contra el que ningún avión se estrelló) para
hacer su portada más impactante, ergo,
más vendedora; pasamos también por los cortometrajes conmemorativos del 11 de
septiembre, hasta por la irresponsabilidad de Adela Micha y Carlos Loret
cuando, a costa de la veracidad, formularon hipótesis disfrazadas de realidades
en pos de la inmediatez.
Me reí de los chistes crueles mexicanos que
salieron al respecto. Hice las instrucciones en Word para que, en el documento,
me saliera un avión y una bomba y quién sabe qué más. Lloré cuando vi alguno de
los documentales que han hecho sobre el tema. Padecí angustia al imaginarme la
desesperación de aquellos que se aventaron de las torres. Me indigné de las
medidas precautorias establecidas en los aeropuertos, así como también me
pareció exagerada la xenofobia hacia los musulmanes.
Mi mente y mi espíritu estaban saturados del 11
de septiembre de 2001. Por supuesto, se convirtió en un estandarte que encabezó
guerras. John, Paul, Katy, Carmen, Juan. Pablo y todos los afectados por el
ataque terrorista fueron reducidos a una bandera de venganza y pretexto.
Los gringos tampoco tienen memoria: todo indicaba que el presidente
George W. Bush sería reelecto. Michael Moore estrenó su película Farenheit 9/11 días antes de la
votación, para traer el recuerdo a la memoria colectiva. De nada sirvió: Bush e
Irak siguieron, uno como Comandante en Jefe, el otro en guerra.
Alguno de mis maestros decía que, éticamente,
es igual de grave matar a uno que a cien. Sin embargo, conforme fui creciendo,
dimensioné cuántos muertos hubo en el holocausto de la Guerra de Bosnia, o
cuántos en Ruanda, en Irak, Palestina, México o Chile. En muchos países, el 11
de septiembre es pan de cada día.
¿Y los muertos por hambruna? ¿Y las
enfermedades prácticamente erradicadas en ciertos países que siguen matando
niños en África? En mi preparatoria nos conmocionamos porque la nación más
poderosa del mundo había sido atacada en su territorio. Pero nadie se preocupó,
se enteró siquiera, de que ese mismo año se encontraron los cadáveres de ocho
jovencitas en un antiguo campo algodonero en Ciudad Juárez. Me sé mejor los
nombres de esas osamentas que los de las tantas-mil mujeres muertas en Nueva
York, pero eso es hoy que tengo 25 años y no en aquella época que tenía quince.
Estamos a un par de días de que se cumpla una década de aquella mañana de 11
de septiembre. Esos amigos que me informaron la noticia, ya no son mis amigos.
Cambiamos la página. Forman parte de mi historia, no del presente, no del
futuro.
El 11 de septiembre de 2011 no prenderé la televisión. Ya me sorprendió
una entrevista que el expresidente George W. Bush concedió a National
Geographic, y no quiero más. Guardaré en el cajón el celular, y no entraré a
Twitter o Facebook. No quiero leer o escuchar a nadie que hable sobre las
torres. No quiero encontrarme más lutos ni disidencias de las que he leí,
escuché en mi paso de la adolescencia a la adultez.
A los muertos se les rinde homenaje dejándolos en paz. No hay que seguir
evocándolos con guerras en su nombre, con bombardeos mediáticos, con
explosiones de vieja información.
Que descanse en paz el 9/11.
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