Por azares del destino conocí a un ludópata. Siempre había sentido aversión hacia los apostadores, pero este me sorprendió en la medida en que, desde el primer día que lo vi, entre cigarro y cigarro, se sinceró conmigo y me contó que se había gastado la quincena en un casino: había tenido que pedir dinero prestado por internet para comprar cigarros Montana, porque para Camel no le alcanzaba. Según me había dicho, ganaba mucho dinero produciendo comerciales para un canal de deportes, pero ninguna quincena resultaba suficiente para cubrir los gastos de su adicción.
Me cayó bien su sinceridad y, como no lo frecuentaba por ningún objetivo económico, me di permiso de que ese ludópata en particular se convirtiera en mi amigo.
Después, en el desengaño, entendí que una de sus características más arraigadas era, también, la mentira. Entonces los azares cambiaron de rumbo y dejé de hablar con él.
No volví a pensar en él ni en su adicción al juego sino hasta hoy, cuando el conductor del Uber que me transportaba, me preguntó a qué me dedico. "Trabajo en televisión", respondí. "¿Y conoces a algún famoso?" "He visto a algunos". Entonces me dijo que, en realidad, a él la gente famosa le tenía sin cuidado, salvo por algún comediante de botas de cuero, cuyo nombre no recuerdo, a quien quería conocer.
"Cuando trabajaba en un casino, prosiguió con el soliloquio, me hice cuate de un cliente frecuente. Era productor en un canal de deportes y me dijo que, si le pegaba a un buen premio, me iba a dar un porcentaje. Yo le contesté, 'no, jefe, mejor presénteme a un famoso a quien siempre conocer'. Me respondió que a quien quisiera, pero cuando le di el nombre de mi ídolo, negó saber quién era." Según quien me contaba la historia, el tipo sí había ganado un premio mayor y, como era de esperarse, no lo repartió con nadie, sino que volvió a apostarlo.
La última vez que vi al productor me contó, entre cigarro y cigarro —ahora sí Camel— que había ido al casino el fin de semana anterior. "Gané doce mil pesos", exclamó con un brillo en los ojos. "Y luego los perdí", musitó, ahora con la mirada derrotada. "Bueno, al menos me fui tablas. Sigo teniendo mi quincena."
Y entonces, cuando me di cuenta de que el conductor de Uber y yo teníamos un conocido en común, le cambié el tema.
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