Tuve un gato llamado Tolstói. Uno de esos que hacen cierto el dicho de que los felinos eligen a sus dueños. Nos conocimos en el estacionamiento de mi casa. Era un animalito tierno conmigo y feroz con sus compañeros de especie. Poco a poco fue entrando a mi vida, y poco a poco fue entrando a mi casa. Incluso Gaga, mi hermosa perrita, terminó por aceptarlo.
La primera vez que se quedó en casa, durmió por días en mi cama. La primera vez que lo bañé, porque lo había llevado al veterinario y se había hecho popó a causa del susto, me clavó las uñas y no volvió a separarse de mí. Me ronroneaba y me daba masajes para dormirse en mi torso. Mi hermano lo cargaba en brazos mientras le decía "Tecuán".
Tolstói se me murió en brazos. Fue breve nuestro amor, pero muy significativo. Tenía leucemia y había estado enfermo el último mes que pasó con vida. Ni siquiera llegó al veterinario sino que, entre maullidos lastimeros, dio el último respiro para no volver en sí. Me sentía culpable porque no pude hacer más por él; sin embargo, cuando la gente me consolaba, me decía que le había dado una buena calidad de vida y que él había muerto sabiéndose amado.
Yo tenía una semana de conocer a quien, desde ese día, decidí que se convertiría en mi pareja y, entre los puntos de convergencia que teníamos, estaba el gusto por los gatos. Justo cuando estaba por salir del veterinario donde había entregado a Tolstói para que lo cremaran, aquel hombre, que después se convertiría en mi cómplice, me escribió para preguntarme si quería verlo. "Mi gato acaba de morir", le contesté, "No sé si sea la mejor compañía". Y aún así, afirmó que quería estar conmigo. Y estuvimos. Yo no quería llorar la partida de mi bebé gatuno en cada rincón de mi casa, de modo que fui a la suya. En ese entonces tenía un par de felinos que me hicieron llorar con su presencia y luego me consolaron así, sin hacer nada más que estar ahí.
Los meses que duré con mi pareja fueron breves, pero terminé muy involucrada con él. Nunca había tenido una relación formal, así como nunca antes había tenido un gato, y buena parte de nuestra cotidianidad fueron los suyos. Primero Manchas y La Güera, y luego llegó una bebé a la que él, el hombre de mis días, nombró Mauricia. Mis fines de semana se colmaron de aquellos cuatro y, a veces, regresaba a mi casa impregnada particularmente del olor de Manchas.
Al principio, veía a Manchas y me parecía que era una mujer celosa que guardaba cierta tregua conmigo, como si estuviese consciente de que yo era capaz de darle a su hombre las pocas cosas que él no podía proveerle. Luego sentí que me guardaba afecto y, hacia el final de nuestra relación, casi podía afirmar que me quería.
Aquel domingo, todavía clavado en mis entrañas, en que el dueño de Manchas me dijo que no podía estar conmigo, me despedí de los tres gatos también. "Cálmate", me pidió, "no es que no vayas a volver a verlos, solamente te estoy pidiendo tiempo".
No volví a ver a Manchas. Una semana después de aquella ruptura, se murió en brazos del hombre de nuestros afectos. Tal como Tolstói era mi compañero, Manchas era compañero, amo y señor de ese otro señor. Igual que Tolstói, Manchas se murió en los brazos del ser que más amaba en el mundo. Le dedicó su último suspiro y se fue.
Yo me enteré poco tiempo después de que sucedió. El mismo día, un par de horas más tarde, cuando los restos de Manchas estaban ya en la veterinaria, dispuestos para su próxima cremación. Hablamos largamente de sus tormentos en torno a la muerte del felino. Hablé un poco de mi experiencia con Tolstói y, posteriormente, cuando dejamos de hablar, no pude evitar pensar en la coincidencia de que el inicio de nuestra relación estuviera marcado por la muerte de un gato amarillo, mientras que el final, por la de un gato gris.
Seguramente a él, en el dolor, eso ni siquiera le pasa por la cabeza.
1 comentarios:
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