viernes, 11 de junio de 2021

Machos y machas

Esta semana me di un encontronazo con la realidad de las mujeres: el machismo. Ese, recalcitrante, con el que parece que tenemos que vivir y lidiar todos los días. Ese contra el que se hacen marchas, que empieza en lo micro y que termina en una maestra golpeada y avergonzada mientras sus alumnos escuchan la clase. Ese que, al dejarlo escalar, termina en violación y muerte.

La cosa es simple: tengo un compañero de trabajo macho. Puede parecer que uno no es ninguno, pero estamos en una oficina de diez personas donde seis somos mujeres y cuatro son hombres, así que el machismo representa el 10% de la población contra el 60% de sexo femenino. Somos mayoría y actuamos como si no lo fuéramos.

Durante meses, antes de que la pandemia nos confinaba en nuestras casas, mis compañeras y yo nos sentábamos a la mesa con él, nos compartía sus ideas y, con tiempo y cuidado, nos permitió acercarle una realidad distinta a la del privilegio patriarcal que conocía. Y luego el COVID. Y luego la soledad. Y luego la vida. 

Cuando lo volví a ver era casi el mismo al que había conocido al principio, aunque un poco peor. Me daba cuenta, sin embargo, de que con todo y todo, al resto de mis compañeros les hablaba bien, a todos salvo a mí. No le di mucha importancia hasta que un día me gritó y le respondí de igual manera, pero luego se me bajó el coraje y dejé ir el incidente como lo que era: un roce con un compañero de trabajo.

Sin embargo él, herido en su masculinidad frágil, no lo vio así. Su pecho hinchado se desinfló de una humillación que él mismo se inventó. Habló de mí con mis compañeros, desde su orgullo lastimado y desde su resentimiento. Se le fue la boca como hilo de media y, gracias a eso, un día lo escuché. Me gusta confrontar, así que lo confronté. Le escribí un mensaje invitándolo a hablar de mí conmigo. Peor todavía, porque si bien no me contestó, a otras dos personas les aseguró que si me dijera lo que piensa de mí, me haría llorar.

Meses después, aún espero con los Kleenex a un lado. Por supuesto, el macho mexicano no se atreve a confrontarme, pero eso sí, nuestras interacciones laborales son cada vez más groseras de su parte. 

El jueves pasado me escribió para regañarme y le contesté con ironía. Me llamó. Se victimizó, como el patriarca que es y que juega a la víctima pese a que él es el agresor. Le indiqué que sus modos eran cada vez más groseros a partir de que lo confronté por hablar a mis espaldas y me respondió que él quería aclarar aquello cuando yo fuera a la oficina, porque no son cosas que se deban tratar por teléfono. 

El lunes pasado fui a la oficina. El martes también. Y el muy macho, ofendido e indignado, no se me acercó. Quería que yo me acercara a lamer su fragilidad. No lo hice. Me dediqué a trabajar y a ser feliz. 

El martes acudieron dos de mis compañeras al trabajo y comieron con él, lo escucharon amenizar el comedor con sus anécdotas. Su subordinado, un hombre que necesita el trabajo y a quien maltrataba hace no muchos meses atrás, ahora consecuenta sus malos chistes. Y ellas se quedaron. Y ellas comieron con él. Y ellas convivieron. 

Yo comí sola. En mi lugar. Por lo menos una de ellas me preguntó si quería comer ahí, con el macho, y mi respuesta fue que no. La otra ni siquiera se acercó. 

Después me enteré de que él cree que yo soy la que se debe acercar porque el ofendido es él. Que él ni de chiste. Eso, estimado lector, me lo esperaba. Lo que no me esperaba es que mi compañera no se quisiera ni meter. Me contó que ella le dijo solamente que está muy mal que nos encontremos en esa situación, a pesar de que lo conoce y de que sabe cómo se ha dirigido a mí.

Lo que no me esperaba fue que la otra, a la que ha maltratado, me dijera hoy que “sigue igual de macho”, pero que “es su pedo”. A esta última le contesté que es problema de todas, porque la mayoría somos mujeres y están solapando a un macho. Se quedó callada.

Así es como las propias mujeres tejen las redes del machismo que condenan. Así es como se convierten en cómplices de aquello mismo que han padecido y que, porque ellas creen que no es su pedo, seguirá siendo la hiedra venenosa que domina esta sociedad patriarcal.







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