Un domingo 19 de febrero de hace diecisiete años le dije adiós a un hombre que marcó mi adolescencia. Muchas entradas de este blog hablan de él: del trabajo que me costó superarlo, del dolor que me infringí a mí misma, de la culpa que sentía porque no me creía suficiente, de todos los reproches que me hice. De que me sentí una víctima y una adolescente engañada. Al mirar atrás, como esta adulta rota que soy hoy, me cuesta trabajo distinguir si él me usó o si yo siempre supe que nuestra relación sería efímera. Siempre, mientras estuve cerca de él, me consumía una ansiedad sin precedentes. Esta idea de que algo doloroso pasaría entre nosotros me impidió disfrutar su compañía, le impidió verme como realmente era.
Ni él disfrutaba mi compañía, ni yo la de él. Mi cara se amargaba cada vez que lo veía, y él, ciertamente, era cruel. Disfrutaba sintiéndose superior y yo, por supuesto, me sentía inferior.
Y aquel día, que aún recuerdo como uno de los peores de mi vida, en un impulso, ante la inminente realidad de la omisión y el engaño, ante la verdad inevitable de que él nunca me amaría, le dije adiós.
Fue definitivo. Absoluto. Estúpidamente doloroso. Creí, conforme pasaban los años y conocía más hombres de los que finalmente me separaba, que nunca volvería a sentir tanto dolor. Era ese dolor arrebatado que solo se puede sentir de adolescente. Era un dolor sin experiencia, que sofoca, que oprime, que hiela y deja el pecho tan frío que uno siente que hierve. Iba a la universidad como una autómata, básicamente porque no quería preocupar a mi mamá con la depresión que me embargó y que me hizo presa durante años. Subí muchísimo de peso, porque comer era mi único refugio ante la pena que me embargaba. Con ese adiós se fueron todas las ilusiones inocentes de una joven que no había empezado a vivir todavía y que, ingenua, estaba esperando la correspondencia de su amor apasionado para empezar a vivir.
Hoy es sábado 19 de febrero, pero han pasado diecisiete años. Sané esas heridas y me olvidé de las cicatrices que dejaron, aunque hoy me estoy lamiendo otras. Hoy me estoy lamiendo unas heridas tan profundas que calaron los huesos de aquella muchachita de dieciocho años y, aún peor, penetraron el tuétano de la chiquilla de trece a la que un estúpido tuvo a bien gritarle que le daba asco frente a toda la escuela.
Alguien me dio a entender que le doy asco. Alguien por quien, otra vez, estuve dispuesta a sacrificarme, pero no sabía que el sacrificio sería tan alto: no sabía que, intentando ayudarle, iba a perderme a mí misma. No sabía que el dolor sería así, como el que sentí aquel día, hace tantos años y con tan poco conocimiento de por medio. No sabía que iba a recordar los buenos momentos con esta persona como si fueran instrumentos de tortura. Que me iba a arrepentir de haberlo conocido. De haber pasado tiempo con él, de estar a su lado.
Alguien. En mi mente, su nombre vibra, pero no voy a escribirlo aquí. Alguien. En mi alma, su nombre se ha grabado por todo el dolor que siento cuando pienso en él. Alguien. Ese a quien le di el poder de hacerme sentir lo que quisiera, y lo que me hizo sentir fue ínfima, poco importante, absurda, secundaria. Ese que me violentó con sus palabras. El dolor es igual al que vivió aquella chiquilla que apenas estaba descubriendo el amor de la formas más dolorosa. Hoy otra vez estoy así: desmembrada.
Hoy me obligo a querer. A querer comer. A querer salir de la cama. A bañarme. A trabajar. Tal como hace diecisiete años me armaba de toda la voluntad del mundo para ir a clases porque no quería que mi mamá se preocupara por mi comportamiento, por mi dolor, por mis impulsos autodestructivos, hoy tengo que pensar en ella para cambiar de las cuadro paredes de mi habitación a los cuatro muros de mi estudio. Tengo que reunir el cansancio de vivir para conciliar un sueño que, a veces quisiera, se volviera eterno.
Así que espero que hoy, 19 de febrero, este nuevo adiós sea suficiente y definitivo, como el de hace diecisiete años.
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