Tres generaciones de mujeres. Desde la recién nacida hasta las que pasan de los treinta y cinco. Dos madres, tres hijas, una soltera. Una divorciada, una casada, otra soltera. Se juntan todas. Y todas son. Son libres. Se sienten libres. Únicas. Fuertes. Lo son. Mientras ríen, mientras celebran, mientras las más chiquitas lloran. Se comunican. En tanto la adolescente cambia de humores porque las hormonas empiezan a actuar. Mientras las más grandes comparten. Mientras hablan sobre este y aquel, y se adentran en la alberca con sus cuerpos, tan distintos, cuerpos de niñas, de adultas, de bebés. Mujeres todas. Almas femeninas. Relaciones consanguíneas, pero más importante, relaciones de complicidad. A todas, a las seis, las une la complicidad: la de hermanas, la de madres e hijas, la de amigas que se quieren a pesar de todo, por todo. Yo las miro. Las admiro. Difiero con ellas y me reconcilio internamente. Porque este es el verdadero amor. La conversación inagotable y las risas en medio del llanto. La confianza. La felicidad compartida. Compartir. Yo las amo y ellas me aman, y no hay ninguna sensación en el mundo mejor que esa.
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