domingo, 19 de octubre de 2008

El primero

Me fascina hablar del amor en sus diversas formas y en las consecuencias que éste trae. He pensado también en el contrario (el desamor) y en sus respectivas consecuencias.

Sin embargo, ya se me había olvidado cómo es el primer amor de pareja.

Muchas veces completamente fallido, el primero tiene consigo la sensación de vida y libertad que la mezcla de sensaciones y de pensamientos nunca antes experimentados conlleva. El primero no se disfruta tanto porque tenemos miedo de perderlo. Porque pensamos en el futuro mucho más que en el presente y porque, así tengamos 14 años o 50, las ilusiones retumban con pasión desenfrenada en nuestra mente y parecen llenar nuestra alma del agua que nos faltaba para saciar la sed. Sólo sabemos que teníamos sed de amar pero éramos ignorantes de que existía la carencia. De pronto llegó alguien a hacérnoslo notar.

De pronto caminamos en el aire. Nuestro espíritu vuela y regresa a nosotros con la noticia de que hay horizontes por mirar. De pronto nos reconocemos en otra persona, como si todo lo que habíamos conocido hasta entonces fuera obsoleto porque nos reinventamos en el instante en que el flechazo atravesó nuestras murallas.

Parece que no necesitamos la mente, que es suficiente dejarnos llevar sin racionalizar. Somos capaces de decir -con intención, claro está- que moriríamos por el otro, que sin el otro no podemos respirar. Incluso confundimos el amor con la necesidad. Necesitamos al amado. Sin esa otra persona nos quedaríamos mancos del alma, de las emociones.

Imaginamos que esa intensidad es símbolo de que ese primer amor es el amor de nuestras vidas. Hasta el más mínimo detalle se convierte en una señal que nos indica el camino, y ese camino existe porque la otra persona llegó a nuestras vidas para quedarse.

Los celos nos hunden en la desesperación. Si no está somos capaces de sentirnos inferiores. Una mirada nos lleva a la gloria, un beso a un orgasmo emocional, a una realidad que, aunque parezca paradójico, es una realidad platónica.

Para algunos ese primer amor se convierte en una experiencia catastrófica. Probablemente no tienen las agallas ni la madurez para confesar aquello que desde hace un rato se arremolina en su cuerpo y en su mente y no les permite regresar a la normalidad. Quizá se atreven a declararlo pero no son correspondidos.

Unos pocos encuentran en su primer amor a su alma gemela. Conjugan en el primero al último.

Otros lo viven. Tienen la fortuna de la correspondencia. Lo intentan. Prueban los labios ajenos y las primeras caricias inocentes pero bien formuladas. Las ideas se materializan y esa materialización da paso a otras ideas nuevas. Ahí están las bases de un camino juntos. Las ilusiones no se conforman con el presente, sino que osan elugubrar futuro. "De aquí al altar", pensamos todos. "Es el hombre de mi vida". Y nos sentimos afortunados de pertenecer al selecto grupo envidiado del primer amor y el último.

Incluso, cuando nuestros amigos se nos adelantan en el proceso del primer desamor, nos miran con envidia y nos sentimos orgullosos. Los compadecemos por salir de ese círculo selecto de los enamorados. Les damos consejos. Les decimos que si éste no era el conveniente entonces es porque quedan más. Nos negamos a escuchar sus palabras despechadas de que nos vayamos preparando.

Uno no espera que se acabe el amor. En el primero creemos que las maripositas son para siempre. Que nuestro respectivo "descocido"es el definitivo y el mejor...

Y generalmente termina. Y cuando eso sucede nos rodea el círculo de amigos -tanto los que ya lo padecieron como los que no-. Ahora somos objeto de miradas inmaduras y morbosas que nos ven retorcernos como gusanitos. Sentimos que no podemos respirar de la desesperación. De verdad no podemos. Comemos poco o comemos de más. Las lágrimas nos nublan el camino, antes hermoso, y entonces creemos que lo que hay después del gran amor es un precipicio. No hay más. Morir es la única opción. Creemos que eso que sentimos es peor que la muerte. Y entonces de verdad decimos que queremos morir.

Para entonces perder al otro no significa quedarnos mancos del alma y las emociones, implica perdernos a nosotros mismos. Ya. Nos perdimos. Navegamos ahora en el cuerpo de un extraño cuyo corazón no late más. Le entregamos el corazón a otra persona y esa otra persona lo pisoteó.

Es el fin. El mayor trauma. Creemos que nos convertimos en parias del amor. Lloramos nuestra suerte. Nos lamentamos. Nos compadecemos de nosotros mismos. Sentimos coraje contra quien sea menos contra nuestro amado. Nos sentimos inferiores porque éste nos despreció. Él(ella) no tiene la culpa. La culpa es nuestra porque no dimos el ancho... o eso es lo que pensamos.

Pero un día encontramos la resignación. Nos duele, pero en mucha menor medida. Ya pasamos por el desprecio al otro, por el coraje, y al fin se convierte en un gran recuerdo. Vemos a quienes lo vivieron con nosotros con cierta complicidad. Es posible que ellos también lo hayan vivido ya. Nadie nos recrimina las locuras y las insensateces que decíamos. Nos damos cuenta de que no nos quedamos mancos del alma y que podemos respirar.

Lo mejor es que, como no tenemos memoria para el dolor, sabemos que nos dolió pero no cómo se sentía exactamente, y estamos dispuestos a buscar las mariposas, a que alguien más llegue a curarnos esa sed inconsciente, con la diferencia de que ya sabemos que la tenemos y que se puede saciar.

En el segundo ya está la experiencia del primero. Entonces el primero se convierte en un magnífico recuerdo.

Alguien me dijo que el primer amor es más intenso, pero en el segundo se quiere mejor... no podría estar más de acuerdo.

1 comentarios:

Maricela dijo...

La satisfacción que se siente al voltear al pasado y darte cuenta de que pudiste sobrevivir a un abismo que parecía interminble, es marvillosa, y desaparece esa inferioridad que alguna vez nos llegó a tocar. Te sientes grande, poderoso y orgulloso de haber podido superar la catástrofe emocional más grande que has tenido.

Casi me haces llorar, esta muy bueno, pero sobretodo honestamente cierto...