miércoles, 10 de enero de 2007

Mi silencio roto


Hace unos días me reencontré con un amor pasado. Uno que en su momento me desgarró el alma, uno a quien el capricho y la devoción me ataron muy a pesar de los dos.

Se supone que para amar uno necesita conocer al otro. Al menos yo siempre sostuve la premisa censurando cualquier romanticismo de que el amor a primera vista existe y demás argumentos que he escuchado a lo largo de mi corta existencia. A veces el conocimiento del otro nos lleva a quedarnos ahí, a veces nos ahuyenta.

A mí me ahuyentó. El descubrimiento de un hombre que no era del que yo me había enamorado bajo la piel del que sí me lastimó profundamente, y me llevó a cortar la relación en los peores términos. Ya no había nada. Ni amistad ni nada, sólo la voluntad de que pronto ese presente se convirtiera en un pasado lejano y olvidado.

Ha pasado casi un año de eso, y como si la vida decidiera por nosotros que aún no es tiempo de dejarlo ir, a lo largo de los casi trescientos sesenta y cinco días de proceso, me he enterado de la falta de caballerosidad del susodicho que ha hablado mal y demás en numerosas ocasiones ante los cuestionamientos de los amigos comunes sobre por qué él y yo ya no somos amigos.

Me mantuve al margen de la situación aferrándome al antiguo lazo "filial" que nos unía, soportando los embates de todos aquellos que me visualizaban como la victimaria, como la única responsable del coraje del otro. Sólo una, mi mejor amiga María, fue capaz de dejar de lado los prejuicios que él habia forjado sobre los demás y de preguntarme y respetar mi decisión de no contarlo...

Pero, ¿qué pasó? Eso no puedo confiárselo a usted, mi querido lector, porque al hacer pública la razón afectaría a aquella persona que usurpó el lugar de quien alguna vez fue el amor de mi vida. Sólo puedo afirmarle que lo que hizo fue jugar conmigo de la manera más cruel y egoista...

Por eso le repito con tanto ahínco que él no es el hombre de quien me enamoré. Y aunque tenía sospechas de ello hace unos días, cuando me reencontré con él, lo comprobé: su mirada cansada y su semblante lleno de rencor y amargura me confirmaron el secuestro de ese otro amigo maravilloso. La indiferencia con la que fui capaz de tratarlo, todo mi cuerpo inmune ante aquella persona que, de haber sido el otro, me habría doblegado con sus dulces ojos y con el calor de su presencia.

Así pues, mi silencio está condicionado al recuerdo. Pero cada vez está más cerca la hora de la verdad, que con esta primera batalla no se ha asegurado nada.

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