domingo, 7 de octubre de 2007

Lavarse los dientes

es uno de los rituales más íntimos. Al menos para mí asi es. Si alguien se aproxima cuando estoy por lavarme los dientes me pongo nerviosa. O si alguien mas está preparándose en el baño y yo me quiero lavar los dientes me pongo muy incómoda y termino por cepillarlos en la soledad del baño.

Cepillarme los dientes me gustó desde niña. Pero la razón por la que me gustó distaba mucho de la higiene bucal o el sabor a menta de la pasta: lo que sucede es que la dentista me decía que mis dientes eran muy lindos y como yo quería conservarlos blancos y bonitos no habia que perseguirme, sino que yo, por voluntad, iba al baño a lavarlos.

Aunque fumo, sigo teniendo los dientes blancos. Supongo que el ritual de no permitir que absolutamente nadie me vea cepillándome los dientes por simple egoísmo. Como si alguien fuese a aprender mi maravillosa técnica de cepillado...

Ni siquiera sé si los cepillo bien. Pero cómo me gusta que esos momentos sean míos. Que con representaciones tan someras yo pueda sentir que mi intimidad es respetada.

Ahí es cuando me invade la sensación de frescura. Cuando uno enjuaga con agua para eliminar residuos de pasta dentrífica y comida.

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