domingo, 24 de febrero de 2008

Perras

Ejemplo 1.

Estás en una reunión de trabajo, donde seis de los ocho integrantes son mujeres. La rivalidad se respira en el aire. Algunas ya están más vividas, otras más jóvenes, pero mujeres al fin y al cabo. Cuando la última integrante se presenta, que es la secretaria, menciona:

- Ya ven que dicen que trabajar con mujeres es horrible, pues yo la verdad creo que no. Me gusta que seamos un equipo con mayoría femenina, nos podemos ayudar perfecto (sic) porque nos entendemos.

Todas se observan hipócritamente. Sonríen como suelen hacerlo, y asienten con la cabeza...

Algunos meses después la secretaria tiene un enfrentamiento con una de las integrantes del equipo y la trata peor que si fuera un trapeador.

¿Era ése el espíritu de equipo con mayoría femenina? Desafortunadamente sí.


Y es que, querido lector, las mujeres somos unas perras. Si estamos solas o rodeadas de hombres -mayoría masculina- no se nota tanto porque ellos lo contrarrestan -aunque hay unas mujeres tan pero tan desgraciadas que arremeten contra quien se les ponga en frente- y se apoyan en actos de solidaridad que nosotras deberíamos copiar.

Cuando era niña, quería estar en un colegio de niñas. Mi mamá se rehusaba. No me decía por qué, pero nunca me cambió. Entonces crecí en una escuela mixta. Aunque supongo que tuve conflictos como la mayoría de los niños, podría haber sido mucho peor si mi niñez hubiera sido coprotagonizada por mujeres.

Cuando niño, mi hermano fue víctima de una de esas hijas de puta que arremeten contra los demás en cualquier circunstancia. Se aprovechaba de que a mi hermano lo enseñaron a ser un caballero desde niño y no le contestaba los golpes ni las ofensas verbales con que diario lo recibía en la escuela. Pero su servidora, que no sabía ser una perra aún, pero que lo tenía en potencia, lo defendía.

Y así crecí. En la selva infantil no sólo había víboras, sino también niños que hacían que nuestro veneno disminuyera considerablemente.

Ya en la secundaria, sí éramos menos conscientes y más arpías: comenzábamos con el ritual de vernos de pies a cabeza. De ver a las más feas con molestia y a las más bonitas con envidia. A las más grandes con respeto, y a las menores con intolerancia.

Entonces me topé con la primera perra que afectó mi vida. Entró en quinto grado de primaria y nos hicimos "amigas". En sexto nos empezaron a llamar la atención los niños y le conté cuál era el que me gustaba. ¡CRASO ERROR! En primero de secundaria ella le pidió que fueran novios, después de un año de competencia. Después de eso un tipo de tercero decía que yo le gustaba, y ella, mi "amiga", lo vio todo hasta que un día yo le pregunté cómo veía y me contestó que ella llevaba mucho tiempo sabiendo que él quería andar con otra chava (ogtada número 2). Todavía en primero de secundaria un día me dijo en frente de todos que había bonitas y feas, que ella era bonita y yo fea: "Ni modo, ese es tu rol, por eso a mí me tocan los novios guapos y a ti los feos"... Y yo, que no sólo no era perra sino pendeja, no le contesté nada.

Ahora me parece absurdo, pero en esa época de fragilidad y adolescencia la declaración fue mortal para mi autoestima. Cuando entré a segundo de secundaria intenté cambiar mi apariencia: adiós al cabello alborotado y despeinado, bienvenido el gloss.

Pero lo realmente importante era que los hombres comenzaban a representar motivo de competencia. A mí me gustaba uno, y ése le gustaba a otras cuatro, amigas o enemigas, de mi salón o de otros. Si por alguna razón se enteraban que yo también le gustaba, aunque entre nosotros no pasara nada, el número de enemigas, de observaciones de pies a cabeza y de cuchicheos cuando pasaba se incrementaba hasta el cielo.

En segundo de secundaria me pasó con tres hombres distintos -cabe destacar que en mi secundaria todo hombre tenía al menos tres pretendientes femeninas-. Pero no sentía con necesidad de defenderme porque, como en la selva, el territorio estaba marcado y yo tenía tres parcelas gigantescas.

En tercero de secundaria uno de los dos cambió. El que se quedó continuó como motivo de envidias, y el nuevo fue indiferente al principio... al principio... no fue sino hasta mediados de mi último año de la secundaria que cometí mi primer acto como perra: mi mejor amiga en ese entonces cortó con su novio, con quien había andado dos años y medio -es decir, prácticamente toda la secundaria- y él era mi amigo también. Entonces ella empezó a llevarse con el nuevo indiferente para la mayoría, y llegó un punto en el que me dijo que le gustaba. "No, no te preocupes, me gusta pero no voy a hacer nada porque tú le gustas". Acto siguiente, estaba colgada de su cuello todo el tiempo.

Me dije a mí misma: "Tienes que hacer algo" y le escribí la primera en mi lista de las cartas desgraciadas para hacer sentir mal a los demás. Sobra decir que me dejó de hablar. Pero, curiosamente, el chavito que me gustaba le dejó de hablar a ella a raíz de nuestra separación. Al fin, había ganado una batalla que no habría vencido sin ser perra.

La preparatoria fue, sin duda, la etapa que me marcó. Entré siendo una niña y todas las mujeres ya no eran como yo: desde como se vestían hasta su manera de hablar, todo era distinto. La diferencia entre ellas y yo era abismal, y todos se aprovecharon de mi condición.

Las verdaderas perras surgieron entonces. Las peores. Aquéllas que fingen ser amigas pero son hipócritas, capaces de vender las confesiones ajenas con tal de un dato relevante. Que por fuera lucen impecables pero parece que buscan que su alma se pudra. 

De ellas aprendí mucho. No lo aplicaba, pero aprendí. Aprendí también de unas que eran perras de frente -quizá de ellas aprendí más- o de las que eran perras por apariencia, porque definitivamente la preparatoria te da más en tanto más desgraciada, cold hard bitch, eres.

Pero me hice una perra hasta la universidad, y curiosamente lo desató una situación con un hombre.

Ahora, en la universidad, prácticamente mi salón es de mujeres. Unas -pocas, muy pocas- más perras que yo. La mayoría por debajo de mis estándares. Pero me he dado cuenta que todas tenemos una adentro. Seguramente habrá alguna que diga: "No, está diciendo una falacia, yo no soy así", pero podría asegurar que hasta ésa es capaz de hacer un mal comentario.

Ni modo, unas más unas menos, unas más vulgares, otras con más clase, al final del día todas sacamos las uñas y arañamos mejillas, espaldas y paredes, qué más da.

0 comentarios: