Mostrando entradas con la etiqueta adolescencia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta adolescencia. Mostrar todas las entradas

domingo, 4 de septiembre de 2016

El retrato de la tristeza

Cuando pasé por la que quizá podría catalogar como la mayor sensación de tristeza en mi vida -si es que es posible categorizar esas situaciones-, me tomé una foto. Las selfies no estaban tan de moda como ahora, pero me acuerdo que me encontraba sentada en un escritorio de la universidad, con una playera azul. Me recargué sobre mis brazos encima del cristal del pupitre, hundí el rostro en medio y suspiré largamente, como cuando uno ahoga el llanto en el silencio, y sin embargo el dolor deja un eco. Tomé mi celular y, en ese preciso instante de tristeza, decidí que era momento de tomarme una foto.

"Qué lindos ojos tengo", pensé cuando vi el retrato consumado en la pantalla, y me di cuenta, con sorpresa, de que se me veían aún más bellos porque no podía ocultarlos de la tristeza que me embargaba. Eran la parte manifiesta del tormento interno que vivía pero, curiosamente, todo aquello que implotaba en mi espíritu se manifestaba tranquilamente en la mirada. No había inquietud en las pupilas, sino brillo. El entrecejo no estaba fruncido, sino resignado.

Luego me vi los labios. "Son muy simétricos", me dije, y se notaba más porque la boca no estaba torcida, ni en una mueca de dolor ni tampoco esbozando una sonrisa. Mi rostro, ligeramente inclinado, hacía que el cabello cayera todo a la derecha, el marco perfecto de aquel retrato de dolor certero.

Aún era una adolescente cuando aquella foto ocurrió, y la subí a las incipientes redes sociales a pesar de que sabía que no reflejaba más que mi profunda tristeza. Pero qué más daba, sentía que me veía tan bella en aquel autorretrato, que busqué la admiración.

El tiempo, glorioso, inclemente, ha transcurrido. Sin embargo, como si fuera ciclo y no línea, vuelvo a sentirme como en la ocasión que, adolescente e inexperta, me tomé una selfie en medio del resquemor. No me he fotografiado: en el espejo veo bien que tengo la piel reseca a causa de la ansiedad, aunque luego la mirada se desvía en una búsqueda desesperada dentro de mis pupilas castañas, y parece agotar recursos solo para salir de mí, frustrada por no encontrarme. Aún así, justo en los quince días que lleva la revolución interna que estoy atravesando, he recibido muchos comentarios sobre lo bien que me veo. "¿Qué te has hecho, que te ves tan guapa?", inquirió ayer mi vecina. "Ni siquiera me he bañado", quise contestar, pero preferí orientar la conversación hacia mi situación laboral. "Has bajado de peso", afirman otros. "Es que la comida me da asco, y no porque esté embarazada, sino por autodestructiva", tengo el impulso de responder, pero en cambio asiento con la cabeza, pongo mi sonrisa más franca dadas las circunstancias, y apelo a la ignorancia: "¿Tú crees? No estoy haciendo nada".

Así que quizá, en medio de todo esto, mi cuerpo se adorna de una melancolía que resulta atractiva. Me pregunto, sin afán real de obtener respuesta ahorita, si en realidad será que me guste estar triste, si yo lo provoqué, si mis demonios me sientan mejor que mis felicidades y, lo peor, si esa adolescente de hace once años, que se atrevió a fotografiarse en medio del dolor, estaba más consciente que yo de estas respuestas.

viernes, 12 de febrero de 2010

Réquiem por Mine y Min

Mine y Min resultaron ser consecuencia de las maravillosas casualidades. Mi hermano, en ese entonces un chiquito de 13 años, necesitaba cuidar animalitos para Biología, y como no le gustaban los peces optó por un par de tortugas. Las compramos en Liverpool de Insurgentes. Entre mi mamá, mi hermano y yo las escogimos. Una chiquita que estaba hasta abajo y a quien todas las demás aplastaban, otra que estaba arriba, como reina de todas las demás.

Después de una discusión larguísima, decidimos nombrarlas Mine y Min. Mi hermano se las llevó a la escuela y sí, sobrevivieron a la inclemente y cruel adolescencia. Así que, como no sabíamos qué hacer con ellas, nos las quedamos. Al principio sólo las tocábamos Bruno y yo. A mi abuelo les daba miedo ser tosco con ellas, y a mi mamá simplemente no le gustaba agarrarlas. Pero pronto todos nos encariñamos con ellas. Nos asombrábamos con los fenómenos de nuestros lindísimos quelonios. Los observábamos de cerca, y vimos que Min era más grande que Mine y que tenía en medio de la cabeza una raya verde claro, mientras que Mine tenía una raya naranja. Sus garras también eran diferentes. A mí me encantaba verlas comer, y de vez en cuando soltar mordidas a nuestros dedos.

Mi hermano fue siempre quien cuidó más de ellas. De pronto mi mamá las ponía a caminar por la casa, para que disfrutaran de libertad. Más de una vez se perdieron por los rincones de la exploración, y en todas ocasiones salieron asustadas y hambrientas.

A mí me causaba curiosidad que no emitieran sonidos. Me les acercaba muchísimo para sentir su breve respiración golpeando mis mejillas. Me gustaba que caminaran sobre mi tronco, salvarlas del precipicio que para ellas representaba el borde de la cama. Luego crecieron y Mine le ganó terreno a Min, y se la quería comer.

A veces me parecía que su carácter era como el de un gato: voluble. Sin embargo, cada vez que escuchaban la voz de mi mamá, revoloteaban en el agua y seguían el sonido, buscándola.

Las guardábamos en un cajoncito para que durmieran a gusto. Según el veterinario, lo que hacíamos estaba bien. De hecho, cuando nos dimos cuenta de que hibernaban las guardamos durante el invierno. Por nueve años. No se morían. Simplemente se quedaban dormiditas y se ponían pellejudas. Despertaban por ahí de marzo y entonces comían como desesperadas hasta que sus pezuñas (¿se llaman así en los anfibios?) desbordaban carne que parecía que el caparazón iba a cortarles.

No sobrevivieron este invierno. Hace apenas una semana mi hermano las sacó al agua y aún estaban dormidas. Y hoy que volvió a revisarlas estaban muertas. Las dos. Siempre se acompañaron y se murieron juntas. En el reino animal no consciente, no hay romanticismo, pero yo no puedo evitar pensar que una no hubiera sobrevivido sin la otra.

Al final no conviví tanto con ellas, pero ahora que sé que no están me duele muchísimo. Bruno llora desconsolado. "Nueve años", me dijo, "nueve años". Yo me imaginaba que vivirían mucho más. Me gusta esa característica suya. Me gustaba su compañía, la manera en la que hacían temblar sus patas delanteras como si fuera un ritual de apareamiento, o una pelea. Me gustaba observarlas, me resultaban sumamente interesantes. Recorrí con las yemas de los dedos sus caparazones, recogí sus escamas viejas y rasqué mi piel con ellas.

Me encantaban. Las quería. Supongo que las quería con ese amor que uno da por sentado, como también di por sentado su existencia. Y ya no existen. Se extinguieron. Sólo nos quedaron dos cadáveres, y la incertidumbre de qué pasó con ellas.

Hoy, cuando me dieron la noticia, me puse los audífonos y escuché música. Escuché el bello y lánguido Soundtrack de Oldboy, compuesto por Yeong Wook Ho. Cuando llegué a Cries and whispers, supe que ése era el réquiem de Mine y Min.


jueves, 5 de noviembre de 2009

De Ícaro a Dédalo

Definitivamente éste ha sido el año de los cambios. Lo he escrito varias veces aquí, y una vez más lo afirmo. No sé si yo he cambiado, pero definitivamente las circunstancias a mi alrededor se transformaron. Por ejemplo, cambié dos veces de trabajo, aprendí a andar en bicicleta, pasé de pretendiente a autora publicada. Tomé decisiones importantes con respecto a mi salud tanto física como emocional.

Y es justo de un ámbito de la parte emocional de la que me interesa escribir hoy.

Hace algún tiempo -años- empecé a vivir una época de estancamiento emocional. Sentía mucho hacia una persona en particular. Y nada más. Todas mis pasiones se volcaron hacia esa persona, y cuando se dio la ruptura mi alma quedó devastada. Cambié. Costruí una atalaya gigantesca, un muro de Berlín en torno a mis sentimientos. Me convertí en una discriminadora práctica: sólo sentimientos que se apellidaran estéticos, que me sirvieran para escribir.

Parece contrastante que la niña que llora diario diga que no sentía. Pero creo que antes sentía deseos de sollozar todos los días porque en algún momento, una parte de mí, la escondida, la que no tenía miedo de parecer vulnerable, se manifestaba a través de las lágrimas. "No me sueltes", me decía, pero yo estaba tan perdida en aquel nuevo mundo de la racionalidad que los miembros se me durmieron y no sabía que estábamos en un precipicio en el que yo tenía que agarrar la mano de mi otro yo.

Este año desperté. No sé cómo. Pero desperté. Entonces entré en pánico. El primer sentimiento que experimenté, después de estar dormida por casi cuatro años -o, tal vez, por veintitrés- fue miedo. Terror. Vi a mi otro yo cayendo. Escuché sus gritos, sentí el fantasma de su mano sobre la mía, el sudor de mis palmas, pero ya era tarde. La había perdido porque la olvidé.

Me miré en el espejo y había sufrido los cambios de quien crece en coma. ¿Dónde estaba? Mis ojos estaban vacíos...

... O al menos eso pensé por algunos días. Me tiré en la tragedia. Era como si todas las emociones reprimidas escaparan simultáneamente y se instalaran en mi alma. Así se sentía. Pero luego vi en mis ojos desesperación. Frustración. Tristeza. Entonces, con la esperanza de la desesperación, regresé al precipicio para probar las alas que dejé de usar.

Estaban desgastadas, es cierto. Y yo tenía que reaprender a volar.

Y vivo en ese proceso. Ahí va. Ahí voy. Hay días mejores y días peores, pero ahí voy.

Me gusta esta nueva vida. Estas alas. Y hay una parte en específico que estoy volviendo a vivir.

En este segundo semestre de 2009 he redescubierto las maripositas en el estómago. He redescubierto al género masculino y ya no le tengo miedo. Hasta cierto punto, podría incluso decir que estoy enamorada. Como Fausto de Margarita. Yo soy una especie de Fausta, que idealiza y se enamora. Me he enamorado dos veces en este segundo trimestre, de hombres completamente distintos y en situaciones disímiles, variables, sensacionales. Con uno se terminó muy rápido. Con el otro fue un suceso efímero.

Pero esto. Estas historias, una en particular, la guardo en mi memoria y me siento afortunada de que haya sucedido. Y una vez más, soy como una adolescente de secundaria que empieza a descubrir el maravilloso mundo del enamoramiento y del género opuesto. Que está probando, a ver qué le gusta y qué no. He tenido una idea de lo que me gusta tan arraigada, y una imagen de la que no podía despojarme, que el costo de sacármela de la mente fue que me borrara la memoria y la madurez para querer.

Así que así estoy. Como abeja repartiendo polen. No sé en qué momento terminará esta etapa inusual. Hasta hace poco parecía que estaba terminando, pero me doy cuenta de que lo que busco ahora es idealizar imposibles. Hombres que, por una u otra razón, no pueden ser para mí.

El señor Charbelí -hombre al que he apodado así-, por ejemplo, es casado y tiene hijas. Físicamente me fascina. Tiene algo que me atrae, pero no va a suceder algo, ni es mi intención.

Es eso... aún no es mi intención. Quizá por eso puedo vivir ilusionada/emocionada con el recuerdo de unos buenos momentos, o ser completamente indiferente con aquel que me gustaba. Porque no quiero que pase a más.

Pero si estás ahí, y me lees, y estás interesado, quiero decirte que la puerta está abierta, sólo que rechina mucho cuando abre, y a lo mejor tendrás que soportar el ruido antes de ver el esplendor.

Mis alas están curándose. Y mientras yo reaprendo a usarlas.