lunes, 9 de mayo de 2022

Ser mujer

Tres generaciones de mujeres. Desde la recién nacida hasta las que pasan de los treinta y cinco. Dos madres, tres hijas, una soltera. Una divorciada, una casada, otra soltera. Se juntan todas. Y todas son. Son libres. Se sienten libres. Únicas. Fuertes. Lo son. Mientras ríen, mientras celebran, mientras las más chiquitas lloran. Se comunican. En tanto la adolescente cambia de humores porque las hormonas empiezan a actuar. Mientras las más grandes comparten. Mientras hablan sobre este y aquel, y se adentran en la alberca con sus cuerpos, tan distintos, cuerpos de niñas, de adultas, de bebés. Mujeres todas. Almas femeninas. Relaciones consanguíneas, pero más importante, relaciones de complicidad. A todas, a las seis, las une la complicidad: la de hermanas, la de madres e hijas, la de amigas que se quieren a pesar de todo, por todo. Yo las miro. Las admiro. Difiero con ellas y me reconcilio internamente. Porque este es el verdadero amor. La conversación inagotable y las risas en medio del llanto. La confianza. La felicidad compartida. Compartir. Yo las amo y ellas me aman, y no hay ninguna sensación en el mundo mejor que esa.


viernes, 18 de febrero de 2022

Los adioses

Un domingo 19 de febrero de hace diecisiete años le dije adiós a un hombre que marcó mi adolescencia. Muchas entradas de este blog hablan de él: del trabajo que me costó superarlo, del dolor que me infringí a mí misma, de la culpa que sentía porque no me creía suficiente, de todos los reproches que me hice. De que me sentí una víctima y una adolescente engañada. Al mirar atrás, como esta adulta rota que soy hoy, me cuesta trabajo distinguir si él me usó o si yo siempre supe que nuestra relación sería efímera. Siempre, mientras estuve cerca de él, me consumía una ansiedad sin precedentes. Esta idea de que algo doloroso pasaría entre nosotros me impidió disfrutar su compañía, le impidió verme como realmente era.

Ni él disfrutaba mi compañía, ni yo la de él. Mi cara se amargaba cada vez que lo veía, y él, ciertamente, era cruel. Disfrutaba sintiéndose superior y yo, por supuesto, me sentía inferior.

Y aquel día, que aún recuerdo como uno de los peores de mi vida, en un impulso, ante la inminente realidad de la omisión y el engaño, ante la verdad inevitable de que él nunca me amaría, le dije adiós.

Fue definitivo. Absoluto. Estúpidamente doloroso. Creí, conforme pasaban los años y conocía más hombres de los que finalmente me separaba, que nunca volvería a sentir tanto dolor. Era ese dolor arrebatado que solo se puede sentir de adolescente. Era un dolor sin experiencia, que sofoca, que oprime, que hiela y deja el pecho tan frío que uno siente que hierve. Iba a la universidad como una autómata, básicamente porque no quería preocupar a mi mamá con la depresión que me embargó y que me hizo presa durante años. Subí muchísimo de peso, porque comer era mi único refugio ante la pena que me embargaba. Con ese adiós se fueron todas las ilusiones inocentes de una joven que no había empezado a vivir todavía y que, ingenua, estaba esperando la correspondencia de su amor apasionado para empezar a vivir. 

Hoy es sábado 19 de febrero, pero han pasado diecisiete años. Sané esas heridas y me olvidé de las cicatrices que dejaron, aunque hoy me estoy lamiendo otras. Hoy me estoy lamiendo unas heridas tan profundas que calaron los huesos de aquella muchachita de dieciocho años y, aún peor, penetraron el tuétano de la chiquilla de trece a la que un estúpido tuvo a bien gritarle que le daba asco frente a toda la escuela. 

Alguien me dio a entender que le doy asco. Alguien por quien, otra vez, estuve dispuesta a sacrificarme, pero no sabía que el sacrificio sería tan alto: no sabía que, intentando ayudarle, iba a perderme a mí misma. No sabía que el dolor sería así, como el que sentí aquel día, hace tantos años y con tan poco conocimiento de por medio. No sabía que iba a recordar los buenos momentos con esta persona como si fueran instrumentos de tortura. Que me iba a arrepentir de haberlo conocido. De haber pasado tiempo con él, de estar a su lado. 

Alguien. En mi mente, su nombre vibra, pero no voy a escribirlo aquí. Alguien. En mi alma, su nombre se ha grabado por todo el dolor que siento cuando pienso en él. Alguien. Ese a quien le di el poder de hacerme sentir lo que quisiera, y lo que me hizo sentir fue ínfima, poco importante, absurda, secundaria. Ese que me violentó con sus palabras. El dolor es igual al que vivió aquella chiquilla que apenas estaba descubriendo el amor de la formas más dolorosa. Hoy otra vez estoy así: desmembrada. 

Hoy me obligo a querer. A querer comer. A querer salir de la cama. A bañarme. A trabajar. Tal como hace diecisiete años me armaba de toda la voluntad del mundo para ir a clases porque no quería que mi mamá se preocupara por mi comportamiento, por mi  dolor, por mis impulsos autodestructivos, hoy tengo que pensar en ella para cambiar de las cuadro paredes de mi habitación a los cuatro muros de mi estudio. Tengo que reunir el cansancio de vivir para conciliar un sueño que, a veces quisiera, se volviera eterno.

Así que espero que hoy, 19 de febrero, este nuevo adiós sea suficiente y definitivo, como el de hace diecisiete años. 








viernes, 11 de junio de 2021

Machos y machas

Esta semana me di un encontronazo con la realidad de las mujeres: el machismo. Ese, recalcitrante, con el que parece que tenemos que vivir y lidiar todos los días. Ese contra el que se hacen marchas, que empieza en lo micro y que termina en una maestra golpeada y avergonzada mientras sus alumnos escuchan la clase. Ese que, al dejarlo escalar, termina en violación y muerte.

La cosa es simple: tengo un compañero de trabajo macho. Puede parecer que uno no es ninguno, pero estamos en una oficina de diez personas donde seis somos mujeres y cuatro son hombres, así que el machismo representa el 10% de la población contra el 60% de sexo femenino. Somos mayoría y actuamos como si no lo fuéramos.

Durante meses, antes de que la pandemia nos confinaba en nuestras casas, mis compañeras y yo nos sentábamos a la mesa con él, nos compartía sus ideas y, con tiempo y cuidado, nos permitió acercarle una realidad distinta a la del privilegio patriarcal que conocía. Y luego el COVID. Y luego la soledad. Y luego la vida. 

Cuando lo volví a ver era casi el mismo al que había conocido al principio, aunque un poco peor. Me daba cuenta, sin embargo, de que con todo y todo, al resto de mis compañeros les hablaba bien, a todos salvo a mí. No le di mucha importancia hasta que un día me gritó y le respondí de igual manera, pero luego se me bajó el coraje y dejé ir el incidente como lo que era: un roce con un compañero de trabajo.

Sin embargo él, herido en su masculinidad frágil, no lo vio así. Su pecho hinchado se desinfló de una humillación que él mismo se inventó. Habló de mí con mis compañeros, desde su orgullo lastimado y desde su resentimiento. Se le fue la boca como hilo de media y, gracias a eso, un día lo escuché. Me gusta confrontar, así que lo confronté. Le escribí un mensaje invitándolo a hablar de mí conmigo. Peor todavía, porque si bien no me contestó, a otras dos personas les aseguró que si me dijera lo que piensa de mí, me haría llorar.

Meses después, aún espero con los Kleenex a un lado. Por supuesto, el macho mexicano no se atreve a confrontarme, pero eso sí, nuestras interacciones laborales son cada vez más groseras de su parte. 

El jueves pasado me escribió para regañarme y le contesté con ironía. Me llamó. Se victimizó, como el patriarca que es y que juega a la víctima pese a que él es el agresor. Le indiqué que sus modos eran cada vez más groseros a partir de que lo confronté por hablar a mis espaldas y me respondió que él quería aclarar aquello cuando yo fuera a la oficina, porque no son cosas que se deban tratar por teléfono. 

El lunes pasado fui a la oficina. El martes también. Y el muy macho, ofendido e indignado, no se me acercó. Quería que yo me acercara a lamer su fragilidad. No lo hice. Me dediqué a trabajar y a ser feliz. 

El martes acudieron dos de mis compañeras al trabajo y comieron con él, lo escucharon amenizar el comedor con sus anécdotas. Su subordinado, un hombre que necesita el trabajo y a quien maltrataba hace no muchos meses atrás, ahora consecuenta sus malos chistes. Y ellas se quedaron. Y ellas comieron con él. Y ellas convivieron. 

Yo comí sola. En mi lugar. Por lo menos una de ellas me preguntó si quería comer ahí, con el macho, y mi respuesta fue que no. La otra ni siquiera se acercó. 

Después me enteré de que él cree que yo soy la que se debe acercar porque el ofendido es él. Que él ni de chiste. Eso, estimado lector, me lo esperaba. Lo que no me esperaba es que mi compañera no se quisiera ni meter. Me contó que ella le dijo solamente que está muy mal que nos encontremos en esa situación, a pesar de que lo conoce y de que sabe cómo se ha dirigido a mí.

Lo que no me esperaba fue que la otra, a la que ha maltratado, me dijera hoy que “sigue igual de macho”, pero que “es su pedo”. A esta última le contesté que es problema de todas, porque la mayoría somos mujeres y están solapando a un macho. Se quedó callada.

Así es como las propias mujeres tejen las redes del machismo que condenan. Así es como se convierten en cómplices de aquello mismo que han padecido y que, porque ellas creen que no es su pedo, seguirá siendo la hiedra venenosa que domina esta sociedad patriarcal.







martes, 22 de diciembre de 2020

Cinco meses después

Ayer se cumplieron cinco meses del último día en que mi mamá estuvo viva, en ese cuerpecito suyo, en esa gran mente que se comunicaba y ya no lo hace más. Cinco meses de aquel día que empezó con preocupación, que luego siguió con consejos y decretos, en donde hubo risas y amor previos a aquel desenlace fatal. 

Miro al pasado, a aquel primer día sin Lourditas y me recuerdo como en un limbo, entre la asimilación y la incredulidad. Recuerdo a mi hermano, a mi tía, a mi primo. Luego, en la funeraria, me veo envuelta por el abrazo de mi cuñado, pero es como si no fuera yo. En mi memoria me encuentro de vuelta en mi cama, ya bien entrada la madrugada, llorando desesperada y ahogando mis gritos de desesperación en la almohada. En aquel entonces se me atravesaban muchos pensamientos: "¿Y si hubiéramos ido antes al hospital? ¿Y si le hubiéramos llamado al cardiólogo y no al neumólogo?" Los "y si hubiéramos" son atentados contra la conciencia. 

En retrospectiva, me siento muy agradecida de los meses de pandemia en que estuve todo el tiempo con mi mamá. Estoy agradecida con que su muerte fuera rápida, con que muriera como quería: acompañada de sus hijos. Sé, por lo que me han dicho otras personas que platicaban con ella y por lo que yo misma percibía, que estaba cansada, así que por lo menos se fue cuando lo decidió.

Creo que había pasado un mes cuando alguien me dijo, después de hacerme un estudio, que mi cuerpo decía que no estaba tan triste. En su momento me ofendí. Tuve que luchar conmigo para no salir de ahí corriendo. Pero ahora me doy cuenta de que, si bien estaba triste, por supuesto, la tristeza aquella no venía acompañada de vacío.

Y que no haya vacío es también algo que tengo que agradecerle a Lourditas, pues su amor es todavía tan grande que no siento un hueco. Será imposible sentirlo, sería casi una ofensa a quien fue, a todo lo que hizo por nosotros, que lo sintiera. Me siento privilegiada por la coincidencia genética de que sea mi mamá. A veces me siento indigna de ella, de su entrega, de su esfuerzo, de su transparencia. A veces no sé cómo afrontar la vida sin ella, pero de inmediato viene a mi mente algún recuerdo. Mi mamá me dejó llena de ella. 

Sí, tengo que reconfigurarme. Sí, tengo también que reconocerme así, sin ella, aunque estoy convencida de que ha cambiado de traje y se ha vuelto una con el universo. A lo mejor me sigue tocando como el viento frío. A lo mejor viaja en la luz que percibo con los ojos. 

Han pasado estos meses y me gustaría volver a platicar con ella. A veces me pongo los audios de WhatsApp donde me pide que compre alguna cosa, solo para escuchar su voz. La extraño, por supuesto, desde los niveles más mundanos y egoístas, hasta los más profundos. 

Hace un año, mi mamá y yo estábamos emocionadas por nuestro viaje a Chicago. Pasaríamos juntas el 24 de diciembre, que a ninguna de las dos nos emocionaba particularmente. Recuerdo que llegamos y abordamos el metro en lugar de pedir un Uber. Recuerdo que pensé "mi mamá se siente aventurera", pero luego nos bajamos mal y tuvimos que caminar media hora con las maletas: no regresamos al metro. 

La pasé muy divertida con ella. Me reí muchísimo con ella. Me inspiraba tanta admiración como ternura, y cuando peleábamos la incertidumbre y la intranquilidad se apoderaban de mí y me hacían un manojo de nervios. 

A veces todavía creo que me va a llamar para pedirme que le compre un Gansito o para contarme cómo iba en sus clases, pero no, se ha ido, y no volveré a verla sino hasta que yo cumpla mi ciclo y me reúna con ella en el universo. Pero la siento aquí, conmigo, y esa sensación me recuerda que ella quería lo mejor para nosotros, a veces a costa de ella misma. Le debo la felicidad tal como me la debo a mí misma y de lo único que me arrepiento es no haberle dicho lo feliz que fui aquellos meses de pandemia con ella. 

Te extraño y te amo, Lourditas, ya nos volveremos a ver.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Creer

Y yo creo en ti, como nunca en nadie.
En ti.
Como humano,
en tu capacidad de ser
y dejar de ser
y convertirte en otra cosa.

Creo en tus alas,
mariposa
a veces forzada a recordarse oruga.

En tu pecho colmado de amor
En tu mente, repleta de talento
En tus ojos, mares castaños de ternura.

Creo en tus manos que crean
Que reproducen y sienten
Que me tocan y me inventan formas
Sensaciones palpitantes
Como si hubiera nacido con la silueta
De tus dedos
Tal cual ocurre con las melodías de la guitarra que me hace competencia.

Creo, creo, creo
Muchos más en ti que en estos versos
Que creé para que entiendas que te creo
Que te siento aunque sientas que no siento
Siente más, siente mi presencia
Siénteme
siente mis creencias
Este camino sinuoso que camino contigo
Afortunada, bendita
Ser y creencia
Te creo.

domingo, 20 de agosto de 2017

Odio el ejercicio, pero amo los resultados...

No sé cuántas veces he dicho que odio los gimnasios. Tengo un post, incluso, llamado "Bellezas de gimnasio" en el que describo a la jungla de las pesas. Por ello, hace unos años empecé a ejercitarme en casa, con videos. Especificamente comencé a usar unos ejercicios de Beachbody. Shaun T se convirtió en mi ídolo e instructor personal a través de la pantalla.

En particular me enamoré de Hip Hop ABS y de Insanity, pero para alguien que es naturalmente inconstante, cuando la vida me provocó una lumbalgia, no regresé a ninguno de los dos programas.
Tres años después, impulsada por un compañero de mi vida actual y por mis malos hábitos, decidí que era momento de regresar. Y vaya que regresé, en grande, con Insanity. No llevo mucho tiempo, voy en el día 16 y las primeras semanas no hice el ejercicio seis veces a la semana, sino tres. Ahora que empiezo el día 16 y que siento mi cuerpo mucho más ligero y acostumbrado al ejercicio, intentaré cumplir con los tiempos tal y como los indica el calendario del programa de ejercicio.

Pero, ¿y los resultados? De entrada, la condición física. Subir escalones o cuestas sin cansarme; en segundo lugar, la energía: ya no me la paso cansada. Incluso hay días en los que puedo prescindir del café. Luego, el humor. Estoy llena de endorfinas y eso hace que mis niveles de neurosis bajen y, si bien no se han erradicado, me siento mejor con mi carácter. Finalmente, las tallas. En este tiempo he bajado unos tres centímetros de cintura, cinco de brazo, tres de espalda, tres de cadera y tres de pecho. Nada mal, ¿no? Aquí les dejo el progreso, además, de los ejercicios del "Fit Test" que hay que hacer cada dos semanas. Dicen algunos bloggers que esta prueba quincenal realmente no refleja lo que uno avanza, pues el cuerpo tiene memoria y son los mismos ejercicios. Sin embargo, debo decirles que yo no hacía una sola lagartija sino era con el cuerpo totalmente pegado al piso, y ahora ya puedo hacerlas con el cuerpo separado, sólo puntas de los pies y palmas de las manos en el suelo.

Aquí mis avances:

                                       Día 1

                                             Día 14

jueves, 13 de julio de 2017

Cero a la izquierda

Sí. A veces hay que sentirse mal por el amor. Hay que sentirse malhadado porque, sin importar lo que uno ha hecho, parece insuficiente. O tal vez uno hizo de más y se enteró de cosas que no debieron haber sido, pero fueron. Uno entonces se plantea si lo que no debió haber sido es lo que ha construido por un tiempo ya. Se pregunta uno, entonces, si ha sido así desde el principio de los tiempos. "Quizá debí quedarme en mi zona de confort", piensa uno, "ésa donde enamorarme no resultaba necesario".

Ya no hay manera de ver las cosas como antes. ¿Será que ella escribió esto por él? ¿Será que también la hizo sentir mal? ¿Desde cuándo está pasando esto? ¿Apenas hace unos días o tiene meses? ¿El engaño es autoengaño en realidad? Seguro no soy tan hermosa como me decía. A lo mejor está conmigo porque se conformó. Seguramente no me quiere. ¿Alguna vez me habrá querido? Quizá nunca me quiso. Quizá le doy asco. Quizá está conmigo porque cree que no puede estar con alguien más.

A mí me da tanta ansiedad que quisiera arrancarme la piel. En el fondo sé que toda esta gama de pensamientos recurrentes son destructivos. Me miro en el espejo e intento ser ecuánime. Echarme porras: eres hermosa. Eres lista. Eres simpática. Si no te quiere, alguien más te querrá. Si le escribe a otras, por más que ellas no tengan la culpa, es un tonto porque tú eres mil veces más lista. Porque tu cara se ve más linda. Y aun así, en el fondo, te sientes gorda y seguramente el espejo te miente y te ves ahí mejor de como te ves en realidad. Qué más da si eres lista si también te concedieron la maldición de este carácter. Se vuelve una lucha consigo. Una batalla campal en la que hay dos opciones: el amor y la confianza o la desolación...

Todo es tu culpa: quizá eres muy aburrida. Quizá esa otra que ahora escribe que se siente triste vio que es encantador y se prendó de él también. ¡Socia! Quisieras escribirle, sé bien quién eres tú. Después recuerdas que ella no tiene idea de quién eres porque resultaste el secreto mejor guardado para la gente que no está en el entorno, en la inmediatez, en la cercanía. No son otras las que están guardadas, en secreto. ¡Eres tú! Bah, qué calamidad: un lugar invertido. Eres un secreto. Uno que no merece la pena ser contado. Un cero a la izquierda.

miércoles, 14 de junio de 2017

Hogar

Cuán inciertos son nuestros futuros, separados, juntos. Será porque el futuro en realidad no existe aunque trabajemos para alcanzarlo, por alcanzar una utopía, una ilusión que no sabemos si cabe o no en nuestras vidas.

Dentro de todo, me parece que la mejor forma de vivir una relación es aquella en la que las ambiciones de ambas partes son distintas. Cada uno anhela andar un camino –en mi caso, últimamente he perdido la brújula y no sé hacia dónde me dirijo, pero no desando mis pasos para caminar tu camino, sino que sigo sin rumbo fijo, intentando encontrarme mientras tu voz me orienta un poco, me tranquiliza–. Nuestros caminos, distintos, se han vuelto paralelos y espero que así continúen durante un tiempo que podría prolongarse. A veces, la ilusión óptica, las sombras que se reflejan en la vereda nos hacen creer que nos distanciamos, que no somos quienes somos, que tal vez no deberíamos seguir caminando uno de la mano del otro... Pero luego llega la sensatez y con la sensatez el sueño y, si la magia existe, es ahí donde sucede.

En el sueño. No importa cuántas y cuán distintas sean las habitaciones donde nos acomodamos, se vuelven mi hogar cuando duermo a tu lado. Últimamente, ese espacio funge como el único lugar en el cual me permito ser yo: contenta, triste, excitada, desnuda, con comportamientos poco calculados y con risas y gemidos sinceros. Ahí también, como en un hogar, hemos discutido. Ahí también hemos peleado. De ahí me he ido sin ti. Ahí cenamos. Ahí bebemos. Ahí fumamos. Ahí te veo las pecas y el lunar enorme en la espalda baja.  Ahí duermo. Tú duermes a veces y otras te cuesta trabajo conciliar el sueño, pero yo siempre lo logro. Duermo con la certeza de que estoy segura, de que estoy en casa con un compañero de vida a quien escogí y que me escogió para seguir juntos hasta que el tiempo ya no nos lo permita. Cuatro paredes, ahora con más metros cuadrados de por medio, a veces con menos, son suficientes para sentirme tranquila y cómoda si estoy contigo.

Si me pidieran un ejemplo del significado del amor, hablaría de la paz que me transmite dormir contigo. De lo bien que se sienten tus abrazos y el olor de tu piel en reposo. De cómo podría quedarme ahí mucho tiempo, viendo tus chinos alborotados y tu nariz partida. Hablaría del hogar que, un par de noches por semana, tengo la fortuna de construir contigo.

martes, 30 de mayo de 2017

Reflexiones precumpleaños

Hace un par de años, cuando mi abuelo murió y me diagnosticaron un padecimiento, decidí hacer una celebración de la vida.

Organicé una fiesta de cumpleaños el mero 5 de junio, que tradicionalmente había pasado en familia hasta entonces. Una fiesta de rockstars para celebrar que, a pesar de todo, existimos.

Curiosamente fue mucha más gente de la que esperé que llegara. La mayoría eran mis amigos. "¿Es en serio?", pensaba mientras deambulaba por el lugar con mi minivestido plateado y mis súper tacones rosas. Qué piernas se me veían, qué contenta estaba de ver a mi familia y a mis amigos ahí, reunidos, felices y bailando. No podía pedir más que eso que me estaba pasando.

Y luego cumplí treinta en medio de un vórtice de emociones y una estampida de cambios. Ese día, el 5 de junio de 2016, decidí hacer una labor ciudadana y fungí como funcionaria de casilla. Craso error: entre el cansancio de la jornada y la espera de una llamada que no llegó, los treinta no iniciaron tan bien como esperaba.

Este año, en la víspera de mis 31 años, he decidido que ese día transcurra como cualquiera. No tengo nada que celebrar. El tiempo pasa y la vuelta al Sol es simplemente el devenir cotidiano de la naturaleza. Quizá celebrar los cumpleaños sea un signo de racionalidad, pero esta vez no tengo motivos ni ganas de ser tan racional (¿Será acaso que estoy negando mi humanidad?)

Últimamente siento que camino por inercia y sin rumbo. Que nomás voy pasando por la vida. Me preocupa, claro, porque el tiempo no espera y si sigo esperando la vida me va a arrastrar a la muerte como una ola. Por otro lado, en este momento estoy cansada de nadar contra corriente. Quisiera confiar en el mar: que me arrastrara a la orilla o a aguas continentales y, si he de naufragar, que me encuentre una isla como Robinson Crusoe.

Después me acuerdo de que no puedo darme ese lujo y muevo los brazos con tanto ahínco que termino por sentir que me ahogo y que la desesperación se me agolpa en la garganta mientras veo una ola gigantesca a punto de arrastrarme. "Resiste", me digo. "Nada un poco más". "Vuelve a ser tú". "No te rindas". Apelo a la adrenalina para que me haga salir del agua, justo como aquel septiembre en que entré al mar vespertino y casi no la cuento.

A lo mejor, en el fondo, lo que quiero es que me consientan. Que mis seres queridos me levanten de la cama y me obliguen a salvar la ola. Sin embargo, ya estoy grande y nadie me va a consolar si me avientan la cara al pastel, como cuando era niña.

Quisiera ser niña otra vez. Sin grasa extra en el cuerpo, amargada y feliz como era. Quisiera no sonreír en las fotos porque estoy chimuela y no porque las mejillas se me ven más abultadas. Quisiera ir a la escuela y abrirme las rodillas en el patio, porque jugué con brusquedad. Quiero volver a la ilusión de los siete años, cuando me di cuenta de que quería escribir toda la vida. Añoro esa edad dorada en que redactaba mi diario lleno de pendejadas.

Siento que le fallé a esa niña linda llena de ilusiones ingenuas. Siento que fracasé y que sigo fracasando. Siento que no valgo nada. Que quiero que la marea me lleve adonde sea, con tal de no quedarme estancada.

lunes, 6 de marzo de 2017

No te vayas

El amor le llegó de una manera tan distinta que no daba crédito. Tan intensamente que, por primera vez, se visualizaba, realmente, en ese punto en el que nunca creyó que se encontraría: el del único deseo de estar con ese alguien tanto como pudiera. Le hacía tanta ilusión aquel pensamiento que, al mismo tiempo, le daba miedo perderlo. Y sin embargo, sobrevivía la ilusión. Quería, con abandono, con incredulidad de sí misma, y le vino una metamorfosis gradual y poderosa.

Que se quede, deseaba. Que se quede.

Quédate.

                Quedate.

No te vayas.

domingo, 1 de enero de 2017

Bailarinas

Se hablan por teléfono. Se ponen de acuerdo. No tienen mucho dinero. No importa. Quieren salir a bailar. Moverse. Recordar que son jóvenes. Reafirmar que son hermosas. No necesitan nada más. Las dos visten sus rostros con base de maquillaje. Una adorna sus párpados superiores con una línea negra. La otra prefiere sombras. Rímel para las pestañas: las de esta son largas; las de aquella, cortas. Ambas se perfuman: esta con colonia para caballero, recuerdo de un amor de antaño; aquella, con un aroma muy rico, que su amiga no sabe distinguir si es flor o fruta, pero que le encanta.

Son mujeres independientes de la gran ciudad. Una vez acicaladas, se encuentran en el metro, a las diez de la noche, listas para que la diversión comience. Ambas están viviendo su tercera década, sin embargo, a la más joven aún le asombra salir a esas horas en transporte público. Le gusta, se siente más independiente. Se siente bien. Ambas se sienten bien. Ya en el metro comentan que han subido de peso, que ya no les queda la ropa, que necesitan unir fuerzas, como antaño, para hacer dieta. No importa. Ese día no importa que hayan sacado del clóset lo que les queda más holgado, no importan las mejillas ni el torso abultados. Importan ellas y sus ganas de bailar. Solamente ellas.

Llegan a la primera parada. Tienen planeada que sea la única. "Tengo hambre", dice una. La otra le hace segunda. Hay que alimentarse bien, porque la diversión cansa y necesitan energía. Mientras cenan hablan, fundamentalmente de hombres. De sus amigos. De esos con los que se han liado. De estos con los que ahora salen. De lo que les gustó, de aquello que no debieron haber hecho, pero ya forma parte del pasado y no hay manera de cambiarlo. Son inteligentes, de modo que también ríen de lo que observan. Comentan sobre los patrones que inevitablemente encuentran en la naturaleza, en los humanos, en ellas mismas.

Terminan de comer. Empieza la fiesta en una bodega de la colonia Roma que, con unas esferas de espejos que reflejan las luces fluorescentes, se convierte en discoteca. Cerveza barata. Gente a la que no le importa nada más que bailar o ver cómo bailan otros. Se hacen ruedas alrededor de danzantes expertos. Ellas caminan, se detienen, observan a los bailarines en el centro del círculo. Bailan. Quisieran conocer más pasos como los que ellos repiten en sus rutinas para poder entrar a la rueda. Fantasean al respecto.

Un par de horas después, se aburren. "Vamos a un lugar en el que podamos bailar". Aquí se siente, de pronto, como si no pudieran. Piden un Uber y se desplazan. Colonia Condesa. El lugar abarrotado, no parece que el día siguiente es festivo, un día para pasar en familia. Entran. Ordenan bebidas. Bailan. Bailan sin parar. La más joven mueve el cuerpo como solamente se atreve cuando siente mucha confianza, como solamente baila con ella misma. Ambas están cargadas de energía. Siguen danzando al ritmo de la música popular. Se ríen. Se carcajean. Algún hombre las ve, a lo lejos. Quizá alguno incluso se acerca para intentar hablar con ellas. Los ignoran. No hay nadie más que en el bar, aunque está lleno de gente. Amigas juntas que platican, bailan y sonríen. Se ríen, en una escena moderna de Jane Austen: la absoluta inconciencia de lo que ocurre en su entorno las abstrae. Únicamente escuchan música en el fondo y, de vez en cuando, interceptan al mesero. La más joven suda. La más grande se mantiene fresca.

Se encuentran, por casualidad, con unos conocidos. Saludan, como lo dicta la cortesía, y después se van. La mujer más grande, que es, paradójicamente, quien tiene el cuerpo más pequeño, se ha cansado. Se sienta. La mujer más joven sigue bailando. No para. ¿Qué espera? Quizá, que el tiempo se detenga mientras ella va más rápido. No obstante, su entrañable amiga no puede más: necesita descansar. Emprenden el camino a la salida. La chiquita tiene un cuerpo tentador que sacude los instintos a cualquiera hora, si bien a esa, entre tanta gente ebria, hay que protegerla de esos hombres que se sienten con concesiones extras y quieren invadir su espacio vital. Esa amiga, la grande, se cuida sola. No pocas veces también cuida de su amiga, la más joven, que es tan alta como torpe.

Salen, ese dúo de mujeres que se ha transformado en dinamita. Afuera todo es caos. La fiesta, en ese lugar por lo menos, ha terminado. La gente fuma afuera. La más joven también. Un hombre la busca. La besa. Ella responde, pero después ya no quiere. La mujer grande lo ahuyenta. Los conocidos y ellas vuelven a verse. La joven se pregunta si vieron el beso. La grande desconoce la respuesta. Se acercan a ellos. A la más joven le piden que se comporte, porque sale con alguien quien, ese día, no fue. A la más grande, en cambio, le coquetean, y ella ejecuta sus conocimientos en las artes del flirteo como nadie más que la joven haya visto nunca. Es la maestra. Funciona, como siempre: el conocido más guapo ya está rondándola, pero ella está cansada.

Están por marcharse. A la joven le piden que recuerde a su chico ausente, a la grande le gritan hermosa. Y ellas ríen. Con cada bocanada de aire que aspiran, se comen un poco más al mundo. Ríen a carcajadas cuando la mujer grande le devuelve el piropo y, desde la ventanilla del Uber que las llevará a sus casas, le grita guapo. Ella sabe que puede hacer con él lo que quiera. A su amiga, por lo menos, le queda claro. Sus risas se asemejan a las de las púberes en medio del patio escolar preguntándose por qué los hombres actúan tan raro con ellas, si bien, dieciséis años después, estas amigas ya lo saben.

Mientras se carcajean y comentan la velada, la conciencia del poder que tienen regresa a ellas. Sin embargo, es secundario. Están conviviendo, casi como hermanas. La conciencia les hace comprender mejor ese entorno que, en aquel momento, les divierte. Comentan. Critican. Sonríen. Se ríen. Se carcajean. Ha quedado muy atrás, al menos por el momento, el sufrimiento que les provoca el sobrepeso. ¿Quién se acuerda de la dieta más que para pensar que la próxima vez que vean a los conocidos tiene que ser en mejores circunstancias? Es por ellas, en realidad, pues ya saben que son poderosas.

El hechizo se rompe a las cinco de la mañana. A las cuatro todavía se conservaba porque era justamente la hora en que la noche está por morir, pero aún no ha dado paso al día. A las cinco ya está amaneciendo. A las cinco, la más joven está llegando a casa. "Una noche redonda, redonda", y se duerme con la satisfacción de que, a los treinta, una todavía es muy joven.

miércoles, 12 de octubre de 2016

El amante de cristal

En mi experiencia breve y errática, quizá lo más difícil de una relación sea recoger lo que uno ofreció y el otro no quiso —o no pudo aceptar por una u otra razón, para no convertir en víctima a ninguna de las partes—, e iniciar de nuevo. No es mentira ni es cliché que todo fin genera un principio. En este caso puede ser el inicio de un camino de desconcierto e inseguridad, de desconfianza, de duelo. Generalmente no hay un proceso puro, sino que ocurren todos de manera simultánea, de modo que, además de estar descompuesto, uno tiene que enfrentarse de nuevo a ver el mundo en soledad, porque el compañero que había elegido ya no está.

A veces, con la entereza suficiente y la madurez necesaria, uno se le planta al mundo solo y decide caminar así hasta que ha sanado por completo. Busca por ahí los pedazos que lo ayuden a reconstruirse de nuevo y, cuando está listo para ello, vuelve a sumirse en la búsqueda de un compañero.

Sin embargo, hay personas que hacen otras cosas. Quizá sea que, en este mundo de pares, al convertirse en nones, estos individuos no se hallan y buscan a otro desesperadamente para regresar a la condición de pares, como si fuera su esencia.

Por mucho tiempo yo no pertenecí a ninguno de los dos equipos, simplemente porque nunca hice par con nadie. Sí, me enamoré. Sí, me desenamoré. Sí, viví todo aquello, pero con la derrota anticipada de la incompatibilidad. Era una suerte de masoquismo emocional. "Amo al que no me ama" o "amo al que me ama, pero no lo suficiente para estar conmigo". Mi historia se convirtió en una pasarela de hombres imposibles, pese a que los tuve por instantes.

Cuando conocí al dueño de los gatos, debí saber que la historia se repetiría. Reconocí todos los indicios de que así sería, pero los obvié para darme, por primera vez en la vida, una oportunidad "real" de convertirme en par. Y luego, como es natural cuando uno echa un volado, aposté por águila y cayó sol, y tuve que recogerme, así descompuesta como me encontraba, y vivir muchísimos procesos completamente nuevos y simultáneos.

No es justificación para la narración posterior de los hechos, pero no supe cómo manejar la situación. Me di cuenta de que me había convertido en un ser que racionalizaba todo, que buscaba la lógica en todo lo que hacía y que, en contraste, cuando había hecho lo que pude para sacar mi relación a flote sin lograr la salvación del barco, la racionalidad dejó de tener sentido —por lo menos para esa relación sentimental—.

Antes de tener novio, conocí a un hombre a quien, para efectos de este post, llamaré El amante de cristal. Éramos muy distintos y muy incompatibles, de manera que dejé el asunto por la paz y, posteriormente, conocí al dueño de los gatos.

En lo único en que el amante de cristal se parece a mi exnovio es en la profesión y, también, coinciden en la edad. De ahí en fuera, son en todo diferentes: sus contextos, sus complexiones, sus maneras de tratarme y la pasión con que viven la vida. El primero es más bien frío, y el segundo emana fuego, pasión, deseo. 

En mis sensaciones, el amante de cristal despertaba matices muy distintos a los que experimentaba por el dueño de los gatos. Eran tan disímiles que, si hubiera podido vivir con ambos una relación de poliamor, lo habría hecho sin dudarlo. Sin embargo, el dueño de los gatos y yo vivíamos en una monogamia en peligro de extinción, aunque monogamia al fin y al cabo. Si bien el amante de cristal me procuraba a distancia y me insistía en que debíamos vernos, yo me resistí y me resistí, así como también me rehusé a aceptar, por unas semanas, que mi situación con el dueño de los gatos empeoraba cada día.

Como una coincidencia del universo, un día después de que di por terminado mi vínculo físico con el dueño de los gatos, el amante de cristal volvió a buscarme. "Véamonos", me pidió. "Veámonos", accedí. Y a partir de entonces, casi sin darme cuenta, caí en un torbellino de emociones en que, creí, nos encontrábamos los dos. Un vórtex de pasión que se mezclaba con tormento. Entre beso y beso, yo sentía que lo quería, que en sus ausencias me haría falta, que si no lo abrazaba con violencia, el alma se me requebrajaría. Antes bien, al separarnos entrábamos en una dinámica de peleas que se me antojaban infinitas e hirientes, pero que me hacían sentir más viva y más querida que las últimas semanas con el hombre anterior.

La última vez que lo había visto antes de esta nueva etapa, el amante de cristal me dijo que, aunque no hubiera nada formal entre nosotros, quería incluirme en su vida y que yo lo incluyera en la mía. Luego se ofendió porque no solamente no atiné a contestarle, sino que incluso, según me refirió después, mi gesto se transformó y miré su propuesta con repulsión.

En realidad, aquellas palabras se clavaron en mi espíritu y, pese a que no volví a mencionar el tema, cuando volví a verlo, con la certeza de su interés, mi conducta se transformó. Todos los días me despertaba pensando en él. En sustitución de mis remembranzas diarias con respecto al dueño de los gatos, mientras el agua de la ducha me caía en el rostro, pensaba en las manos del amante de cristal. Sentía hambre de sus abrazos, de su cuerpo cálido, de sus miradas inquisitivas, de sus conversaciones siempre apasionadas, de su sonrisa franca y espontánea. Y aún así, la comunicación a distancia resultaba tortuosa: malos entendidos, manipulaciones, machismo disfrazado de indiferencia, indiferencia disfrazada de falta de tiempo.

Seguí frecuentándolo hasta donde el trabajo y los tiempos nos permitieron. Mi cuerpo albergaba cada vez más pasión y, mi mente, una mezcolanza de emociones. Un día, en medio de sábanas encantadas por el hechizo de la piel, me confesó que estaba en una relación abierta. Primero me sentí usada, pero mientras escuchaba a lo lejos su voz diciéndome que conmigo se sentía distinto, mientras hablaba de la complicidad que experimentaba en mi presencia, de la química y de la pasión que desencadenaba en él, me di cuenta de que estaba actuando como una cínica y, más allá de eso, como una hipócrita: yo también lo estaba usando.

Seguí buscando al amante de cristal, y el amante de cristal comenzó a ausentarse. Un pretexto, otro y otro más, y terminamos mandándonos al diablo en una hecatombe telefónica. No sé si era mucha pasión, no sé si era mucha necesidad, o quizá un poco de ambas cosas, la cuestión es que, como azufre, fue deshaciendo nuestras bases inestables. El amante de cristal era tan frágil como yo y estaba lleno de inseguridades. Me decía que no veníamos del mismo mundo, que nuestros contextos eran distintos, que era mejor dirigirse a mí como "señora" o "doña", por respeto al origen distinto del que ambos proveníamos. Incluso usó de pretexto a sus amistades y a su certeza de que no me caerían bien para no invitarme a su vida. Tan distintas me parecieron sus acciones de aquella conversación que narré hace unos párrafos, en la que aseguró que quería involucrarme en su existencia, que terminé por sentirme engañada y lastimada, a pesar de mi conciencia de que yo no estaba siendo completamente honesta.

Y entonces, de nuevo, la ausencia del dueño de los gatos se apoderó de mi mente, pero de manera más intensa: se mezcló con la de mi amante de cristal, que había terminado de romperme. 

viernes, 23 de septiembre de 2016

Writer's Block

La vida, juguetona, nos quita cosas y, en compensación, para que sigamos siempre agradeciéndole, nos da otras.

Basta de hablar de lo que se fue, y mejor les cuento lo que me regresó: la disciplina de la escritura. 

sábado, 17 de septiembre de 2016

La devolución de la guitarra

Después de una relación fallida queda pendiente la repartición de bienes. Yo creo que esto no se acaba sino hasta que uno decide "donar" esos objetos, o bien, recuperarlos.

En una entrada anterior narré cómo, cuando concluyó aquella única relación formal que he tenido a lo largo de treinta años de vida, olvidé en casa de mi expareja el objeto que debí haber recabado primero: la guitarra que, en vida, tocó mi abuelo durante muchos años.

No llevé el instrumento de manera arbitraria, sino porque, en alguna ocasión de las que pasamos juntos, aquel hombre me acompañó con su propia guitarra mientras yo cantaba. Posteriormente, manifestó su deseo de que hiciéramos un proyecto musical y, para tal fin, me enseñaría a tocar. Esa vez, me pareció tan entusiasmado que no dudé en aceptar su propuesta, a pesar de mi consabido pánico escénico y mi negación para tocar incluso la flauta dulce en la primaria. 

Quizá ahí, el dueño de los gatos sentía aún cierto interés por mí, puesto que, incluso, vino a casa por la guitarra para llevarla a la suya, ya que destinaríamos esos días juntos al aprendizaje. Nunca me enseñó más que a rascarla un poco, pero eso sí, le dedicó varias horas a pulir la madera del instrumento prestado, apretó las cuerdas, las cambió e, incluso, me aseguró que la semana siguiente a nuestro viernes, sábado y domingo en pareja, compraría cuerdas nuevas para renovar aquella guitarra tan querida por mi abuelo.

Me remito únicamente a los hechos —y no a mis sentimientos al respecto— cuando aseguro que nunca compró las cuerdas ni afinó el instrumento. Sin rencor alguno, asevero que no volvió a sacarlo del estuche una vez que lo guardó cuando todavía estábamos juntos. Ahora que lo pienso, él mismo se guardó en un estuche y no volvió a salir de él. Casi parecía que tenía doble fondo, como la utilería para los trucos de los magos, puesto que, mientras más intenté sacarlo, más se aferró a quedarse en un pozo, a oscuras, o por lo menos lejos de mi mirada, de mis ojos. 

Después de que me incluyera en su proyecto, cuando ya me había cubierto con el manto de su cotidianidad para que yo la cobijara como mía, me dijo que necesitaba tiempo. Sin afán de justificar la conducta de ninguno, escribo que él estaba deprimido y yo cada vez más ansiosa, una combinación letal para una relación que tenía el océano de por medio, sin ninguna esperanza de tocar tierra próximamente. Por lo tanto, el tiempo era un eufemismo que disfrazaba el adiós. Se lo dije y se enojó. "Me parece muy radical que dejemos de hablarnos", aseguró. 

Después de discutir el futuro por horas y de recoger mis cosas, ya apiladas en una bolsa, llamé un taxi. Nos despedimos en el zaguán de su casa y todavía me besó tres veces —un Judas combinado con Pedro, si es que el lector me permite la comparación—. Sus labios se posaron brevemente sobre los míos. Cuando se separaba, sus ojos me buscaban y me miraba, creo que con un dejo de culpa, si bien en aquel entonces casi pensé que era dolor.

Y, a partir de aquel domingo de hasta luegos, no dejó de buscarme. Diario, de lunes a viernes, hasta que el quinto día de separación le pregunté si ya lo había pensado. "No lo he pensado", me respondió desesperado. 

"Me doy por vencido", fue su última declaración. "Yo también", fue la mía. Y, no sé él, pero yo sí me había rendido. 

El sábado posterior a aquellas declaraciones escritas, recordé que había dejado la guitarra. La imaginé ahí, recargada en la pared de la habitación lúgubre donde pasé prácticamente todos los fines de semana durante cuatro meses, y sentí remordimiento de no habérmela llevado junto con todo lo demás. 

Al día siguiente, resuelta a recuperarla, le envié un mensaje a aquel hombre, en el que solicitaba amablemente el regreso del instrumento a mi casa, junto con el inicio de una nueva relación: la de amistad. Quizá mi mensaje fue muy a la manera femenina, puesto que él solamente me contestó "Ok, te aviso". 

El lunes ocurrió el deceso de su gato y yo decidí darle una tregua. Entre lunes y sábado no dejó de buscarme. Diariamente me hacía una relatoría de los hechos, de las novedades, de las imaginaciones recurrentes en torno a su felino muerto. Recibía mensajes de voz, audios con la canción que le había compuesto,fotografías de él abrazando al minino e, incluso, del cuerpo inerte. Todo él era desolación.

Yo estuve ahí. Si tenía alguna intención, aún no puedo descifrar cuál era, puesto que en mi conciencia sólo se había postrado la idea de tregua. Una persona que me importaba estaba viviendo un mal momento, y apoyarlo representaba un deber para con mis propios sentimientos. Incluso le ofrecí compañía: "Únicamente porque se murió tu gato", aclaré. Y en esa declaración supe que todo había terminado, porque no sentía naturalidad al proponerle que nos viéramos, porque me daba miedo que pareciera que tomaba lo del gato como un pretexto para volver a estar con él. Afortunadamente, no me tomó la palabra. Es un hombre de soledades y, muy probablemente, tampoco sentía deseo alguno de que nos miráramos. Yo le funcionaba a la distancia y así fue como me preservó toda aquella semana de duelo. 

El jueves, la señora María Luisa me preguntó por los tubos PVC que estaban en la cantina, aquellos que fui a comprar el fin de semana fatídico en que nuestra relación terminó. Se suponía que el hombre iría a casa a comer con mi familia y, después de eso, nos trasladaríamos a la suya donde, entre otras cosas, construiríamos una silla de ruedas para otra de sus gatas, que recientemente se había caído y había perdido la movilidad en las patas traseras. Sin embargo, él no llegó a mi casa y, más tarde ese día, cuando lo vi, interrumpí mi camino hacia otro lado para hablar con él y finalizar el capítulo, de modo que no llevé los tubos. 

La voz de la señora María Luisa diciendo "Chabe, ¿qué pasó con la sillita de ruedas de la gatita? ¿No se la van a hacer?" me retumbó en las entrañas. "No se la vamos a hacer juntos", pensé, pero no me atreví a contarle que ya no salía con el dueño de los gatos. En cambio, como él me estaba escribiendo mientras la señora inquiría por los tubos PVC, le pregunté si los quería. "No pasa nada si no,  solamente avísame para deshacerme de ellos", rematé. "Sí los quiero, de hecho te iba a preguntar si podía pasar por ellos el domingo", respondió en un mensaje de voz. Le contesté que sí —a pesar de que no quería verlo— y aproveché para hacerle la solicitud expresa de que me llevara la guitarra. A ese respecto no contestó nada y, francamente, me inquietó el silencio. La deshonestidad no formaba parte del repertorio de manías del hombre de los gatos, de manera que no entendía la razón de su mutismo cada vez que le hablaba de la guitarra de mi abuelo. 

El sábado en la tarde fue el último día que supe de él porque él tuviera la intención de comunicarse. Como a las dos le escribí que iba a dormirme: no estaba de humor para lidiar con el mundo. No recibí respuesta a ese mensaje. El domingo, como ya debe imaginarse el lector a estas alturas, el dueño de los gatos no llegó a mi casa y tampoco me avisó que no podría pasar por los tubos. A diferencia del día que terminó nuestra relación, esa vez no lo esperaba. No estaba ansiosa por su llegada ni por nuestro encuentro. Trabajé en casa y en la noche me fui al cine. Regresé y seguí trabajando. 

A la mañana siguiente, muy temprano, le escribí con un solo propósito: recuperar la guitarra. "¿Estás despierto? Quiero mandar un Uber para que recoja la guitarra de mi abuelo". Me contestó media hora después que no se encontraba en casa. "No mandes un Uber, yo la llevo cuando regrese" pero, ¿cómo podía confiar en las palabras de ceniza de un hombre que prometía y prometía sin cumplir nada? "No es necesario, te mando el Uber. Sólo avísame cuando llegues", respondí, esta vez sin reclamos por el plantón del día anterior, sin necedades, sin accesorios, sin nada. Frío, con esa frialdad que lo caracterizaba cada vez que algo le molestaba, prometió escribirme una vez que regresara.

No me escribió. Yo volví a contactarlo para preguntarle en qué momento del día siguiente podía mandar el Uber, porque a esa hora ya no estaba la señora María Luisa y no había nadie en casa para recibir el instrumento. Me explicó dónde había pasado el día, como si a esas alturas necesitara saberlo, y quedamos en que enviaría el transporte al día siguiente a las 9:45 am.

El martes desperté ansiosa por que fuera la hora acordada.  Después leí que había mucho tráfico en la avenida que llegaba directo de la casa del hombre de los gatos hasta la mía y, al diez para las nueve, pregunté si podía mandar el auto a su casa en ese momento. Mi examante estaba conectado y no me contestaba. El tiempo pasaba y yo leía "en línea" con mortificación. Le llamé veinte minutos después. Ocupado. Cinco minutos más tarde, me mandaba a buzón. Al fin, como la tercera es siempre la vencida, me contestó. Yo entré directamente en materia y él, no sé si indiferente, no sé si enojado, accedió a que lo mandara a esa hora. Casi se sentía como si me estuviera haciendo un favor. ¿El favor de devolverme una guitarra con altísimo valor sentimental? ¿El favor, quizá, de detener su ocupadísimo día de desempleo para entregarle la guitarra al chofer de Uber? ¿El favor de dejarme ir cuando yo quería, y no cuando él lo considerase necesario? A mí me quedaba muy claro que la devolución de la guitarra marcaba nuestro final. Asimismo, su falta de comunicación posterior a la entrega me hace pensar que él también lo sabía. 

Quisiera rematar con "Pero en realidad sólo él conoce lo que pasa por su cabeza", sin embargo —tal vez sea mi resentimiento hablando—, dudo que lo sepa. Dudo que le importe, por lo menos respecto a lo concerniente a mí. Únicamente diré que, después de su molestia manifiesta y mi preocupación creciente, cuando abrí la puerta trasera del coche donde la guitarra venía, sentí alivio y liberación. 

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Velorios

No sé qué está pasando con las coincidencias. Quizá sea que uno las encuentra y en realidad no existen. Es más, iré al diccionario a buscar específicamente qué significa la palabra. Ya regreso.

Coincidir, de acuerdo con la RAE:
[...]
3. intr. Dicho de una cosa: Ajustarse con otra, confundirse con ella, ya por superposición, ya por otro medio cualquiera.

Hoy, la tercera acepción queda perfectamente con lo que ocurrió en el día, con lo que está pasando últimamente.

Mi tía segunda murió. Toda su vida, desde niña, luchó contra el cáncer y, de nueve años para acá, contra un tumor cerebral. Cuando le dijeron que era necesario abrirle la cabeza para extraerle aquel gigante que se albergó sin permiso en su cerebro, la fui a ver. Ya no éramos cercanas pero, ante la posibilidad de la muerte, las rencillas quedan atrás y hay pocas cosas peores que no complacer a un moribundo.
Sobrevivió la cirugía con terribles consecuencias, porque de ahí para adelante ya no pudo valerse por sí misma. En estos actos de la vida que parecen contra natura, sus padres, ya desde entonces ancianos, envejeciendo cuidando a una enferma que, gradualmente, fue deteriorándose en todos los sentidos, a excepción de sus ganas de seguir con vida.

Finalmente, su agonía de casi una década concluyó. Sus padres, que la sobreviven, se hicieron cargo de ella y ahora ya no tienen que vivir la enfermedad de su hija.

No veía a mi tía desde hace un par de años, cuando sobrevivió a otra cirugía. Recuerdo que su imagen me impresionó: el cráneo aplastado, su rostro desfigurado y el cuerpo postrado en la cama me hicieron pensar que esa no era vida. Creí que no me reconocería, y sin embargo, cuando me vio, esbozó una mueca insípida que, me dijeron, era una sonrisa. Puse especial atención en su testa rapada, porque recordé que, de niña, me parecía que tenía una cabellera china preciosa, y ya nada quedaba de ella.
En el funeral, me dijeron que pasó algunos días en agonía. Que perdió los reflejos. Que perdió la vista. Mi hermano me avisó que la tía Julieta chica, como siempre la nombramos, había expirado. Pregunté por mis tíos. "Están tranquilos", me respondió, "ya no querían ver a su hija sufrir tanto".

Mi mamá, mi hermano y yo fuimos al velorio, que se llevó a cabo en la misma funeraria donde conmemoramos a mi abuelo.

"Capilla seis", leí en el pizarrón cuando ingresamos al recinto. Las manos empezaron a sudarme. "Segundo piso". Empecé a temblar. Entré al baño, intenté tranquilizarme. "Igual y no es", me dije en el espejo mientras terminaba de lavarme la manos... Pero sí era: la capilla donde velamos a mi abuelo con un poco de parentela y los amigos cercanos que se enteraron de su muerte a tiempo para acompañarnos. Aunque con mínimas remodelaciones, era el mismo lugar. El mismo olor a flores blancas de diferentes tipos. El mismo féretro gris. La misma distribución de espacios. Los mismos sillones diseñados para hundirse en los asientos, como si fueran a reconfortarnos de alguna manera.

Hiperventilaba. Quería soltarme a llorar, pero me pareció una falta de respeto a las circunstancias —sin mencionar que de egoísmo absoluto— hacerlo por mis recuerdos y no por mi tía muerta. Además, nadie sollozaba. Todos estaban tristes, pero tranquilos. Y en cambio a mí las lágrimas se me agolpaban en las entrañas, como las olas que se rompen en los acantilados. 

Luego pensé que sería buena idea acudir a los velorios, como plañidera. Me acordé de un par de personajes. ¿Por qué no? ¿POR QUÉ NO? Era mi ansiedad hablando, una vez más, como en últimas fechas ha hecho. Mi abuelo, MI ABUELO. Mi corazón. ¿MI CORAZÓN? ¿Dónde está mi alma? ¿Está, acaso, en el féretro? ¿Dónde está mi abuelo? 

Recordé mi sueño, ese del hospital subterráneo en el que lo busco, solo para no encontrarlo. Ese donde me encuentro con un hombre de cabello gris, delgado, que viste una chamarra de cuero y se la acomoda mientras me dice que es inútil seguir buscando. 

Evoqué otro sueño, en el departamento de antaño, con Gaga ahí, aunque ni había nacido, en la mañana, despertando. Mi abuelo, con su voz estruendosa, nos deseaba los buenos días, y cuando estaba por ver que se asomaba para platicar, me desperté con el rostro empapado. 

¿Dónde estás, Ilde? ¿Soy egoísta hasta por llorarte ahora que te necesito tanto y la vida me trae al lugar donde te despedimos? Quiero tirarme en la cama y escuchar que, en las habitaciones contiguas, tú gritas "Gol" mientras yo ahogo las lágrimas, tal como los clavadistas profesionales meten el agua a la alberca. Quiero que estés cerca, como estabas, en la ignorancia —o la pretensión de ella— de que me siento mal, porque tu presencia es un consuelo que se me ha escapado para siempre. 

En estos días de dolor y de terribles coincidencias, tu ausencia es el peor de los males. Te extraño, mi Ilde. Te extrañaré siempre.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Los gatos

Tuve un gato llamado Tolstói. Uno de esos que hacen cierto el dicho de que los felinos eligen a sus dueños. Nos conocimos en el estacionamiento de mi casa. Era un animalito tierno conmigo y feroz con sus compañeros de especie. Poco a poco fue entrando a mi vida, y poco a poco fue entrando a mi casa. Incluso Gaga, mi hermosa perrita, terminó por aceptarlo. 

La primera vez que se quedó en casa, durmió por días en mi cama. La primera vez que lo bañé, porque lo había llevado al veterinario y se había hecho popó a causa del susto, me clavó las uñas y no volvió a separarse de mí. Me ronroneaba y me daba masajes para dormirse en mi torso. Mi hermano lo cargaba en brazos mientras le decía "Tecuán".

Tolstói se me murió en brazos. Fue breve nuestro amor, pero muy significativo. Tenía leucemia y había estado enfermo el último mes que pasó con vida. Ni siquiera llegó al veterinario sino que, entre maullidos lastimeros, dio el último respiro para no volver en sí. Me sentía culpable porque no pude hacer más por él; sin embargo, cuando la gente me consolaba, me decía que le había dado una buena calidad de vida y que él había muerto sabiéndose amado.

Yo tenía una semana de conocer a quien, desde ese día, decidí que se convertiría en mi pareja y, entre los puntos de convergencia que teníamos, estaba el gusto por los gatos. Justo cuando estaba por salir del veterinario donde había entregado a Tolstói para que lo cremaran, aquel hombre, que después se convertiría en mi cómplice, me escribió para preguntarme si quería verlo. "Mi gato acaba de morir", le contesté, "No sé si sea la mejor compañía". Y aún así, afirmó que quería estar conmigo. Y estuvimos. Yo no quería llorar la partida de mi bebé gatuno en cada rincón de mi casa, de modo que fui a la suya. En ese entonces tenía un par de felinos que me hicieron llorar con su presencia y luego me consolaron así, sin hacer nada más que estar ahí.

Los meses que duré con mi pareja fueron breves, pero terminé muy involucrada con él. Nunca había tenido una relación formal, así como nunca antes había tenido un gato, y buena parte de nuestra cotidianidad fueron los suyos. Primero Manchas y La Güera, y luego llegó una bebé a la que él, el hombre de mis días, nombró Mauricia. Mis fines de semana se colmaron de aquellos cuatro y, a veces, regresaba a mi casa impregnada particularmente del olor de Manchas.

Al principio, veía a Manchas y me parecía que era una mujer celosa que guardaba cierta tregua conmigo, como si estuviese consciente de que yo era capaz de darle a su hombre las pocas cosas que él no podía proveerle. Luego sentí que me guardaba afecto y, hacia el final de nuestra relación, casi podía afirmar que me quería.

Aquel domingo, todavía clavado en mis entrañas, en que el dueño de Manchas me dijo que no podía estar conmigo, me despedí de los tres gatos también. "Cálmate", me pidió, "no es que no vayas a volver a verlos, solamente te estoy pidiendo tiempo".

No volví a ver a Manchas. Una semana después de aquella ruptura, se murió en brazos del hombre de nuestros afectos. Tal como Tolstói era mi compañero, Manchas era compañero, amo y señor de ese otro señor. Igual que Tolstói, Manchas se murió en los brazos del ser que más amaba en el mundo. Le dedicó su último suspiro y se fue.

Yo me enteré poco tiempo después de que sucedió. El mismo día, un par de horas más tarde, cuando los restos de Manchas estaban ya en la veterinaria, dispuestos para su próxima cremación. Hablamos largamente de sus tormentos en torno a la muerte del felino. Hablé un poco de mi experiencia con Tolstói y, posteriormente, cuando dejamos de hablar, no pude evitar pensar en la coincidencia de que el inicio de nuestra relación estuviera marcado por la muerte de un gato amarillo, mientras que el final, por la de un gato gris.

Seguramente a él, en el dolor, eso ni siquiera le pasa por la cabeza.

domingo, 4 de septiembre de 2016

El retrato de la tristeza

Cuando pasé por la que quizá podría catalogar como la mayor sensación de tristeza en mi vida -si es que es posible categorizar esas situaciones-, me tomé una foto. Las selfies no estaban tan de moda como ahora, pero me acuerdo que me encontraba sentada en un escritorio de la universidad, con una playera azul. Me recargué sobre mis brazos encima del cristal del pupitre, hundí el rostro en medio y suspiré largamente, como cuando uno ahoga el llanto en el silencio, y sin embargo el dolor deja un eco. Tomé mi celular y, en ese preciso instante de tristeza, decidí que era momento de tomarme una foto.

"Qué lindos ojos tengo", pensé cuando vi el retrato consumado en la pantalla, y me di cuenta, con sorpresa, de que se me veían aún más bellos porque no podía ocultarlos de la tristeza que me embargaba. Eran la parte manifiesta del tormento interno que vivía pero, curiosamente, todo aquello que implotaba en mi espíritu se manifestaba tranquilamente en la mirada. No había inquietud en las pupilas, sino brillo. El entrecejo no estaba fruncido, sino resignado.

Luego me vi los labios. "Son muy simétricos", me dije, y se notaba más porque la boca no estaba torcida, ni en una mueca de dolor ni tampoco esbozando una sonrisa. Mi rostro, ligeramente inclinado, hacía que el cabello cayera todo a la derecha, el marco perfecto de aquel retrato de dolor certero.

Aún era una adolescente cuando aquella foto ocurrió, y la subí a las incipientes redes sociales a pesar de que sabía que no reflejaba más que mi profunda tristeza. Pero qué más daba, sentía que me veía tan bella en aquel autorretrato, que busqué la admiración.

El tiempo, glorioso, inclemente, ha transcurrido. Sin embargo, como si fuera ciclo y no línea, vuelvo a sentirme como en la ocasión que, adolescente e inexperta, me tomé una selfie en medio del resquemor. No me he fotografiado: en el espejo veo bien que tengo la piel reseca a causa de la ansiedad, aunque luego la mirada se desvía en una búsqueda desesperada dentro de mis pupilas castañas, y parece agotar recursos solo para salir de mí, frustrada por no encontrarme. Aún así, justo en los quince días que lleva la revolución interna que estoy atravesando, he recibido muchos comentarios sobre lo bien que me veo. "¿Qué te has hecho, que te ves tan guapa?", inquirió ayer mi vecina. "Ni siquiera me he bañado", quise contestar, pero preferí orientar la conversación hacia mi situación laboral. "Has bajado de peso", afirman otros. "Es que la comida me da asco, y no porque esté embarazada, sino por autodestructiva", tengo el impulso de responder, pero en cambio asiento con la cabeza, pongo mi sonrisa más franca dadas las circunstancias, y apelo a la ignorancia: "¿Tú crees? No estoy haciendo nada".

Así que quizá, en medio de todo esto, mi cuerpo se adorna de una melancolía que resulta atractiva. Me pregunto, sin afán real de obtener respuesta ahorita, si en realidad será que me guste estar triste, si yo lo provoqué, si mis demonios me sientan mejor que mis felicidades y, lo peor, si esa adolescente de hace once años, que se atrevió a fotografiarse en medio del dolor, estaba más consciente que yo de estas respuestas.

La guitarra

Y de pronto escuchas el sonido de una guitarra. Te trae recuerdos de los últimos cuatro meses de tu vida, no tan maravillosos para la cantidad de lágrimas que has derramado. El sonido no tiene nada que ver con los acordes que marcaron tus fines de semana, pero el instrumento te recuerda a ese hombre que te quiso y luego no te quiso. Por eso te dejó a la deriva.
Y de pronto, otra vez, como si no te fuera suficiente el dolor del recuerdo, la melodía te trae a la memoria que, en su casa, dejaste olvidado el objeto más significativo de todos, ese que fue el primero que debías haber reclamado. El de tu abuelo. El que prestaste y que, cuando recogiste tus cosas, no te llevaste.
Está ahí. En su casa. Y tú, con el corazón roto -doblemente roto ahora, además, porque no recordaste y el instrumento que fue de tu abuelo está ahí, en el estuche, recargado en la pared que te escuchó reír, gemir y, en última instancia, llorar y decir adiós- tienes que buscar al sujeto que tiene en su poder aquella guitarra que no vale nada, pero para ti, hoy sí, vale oro.
La guitarra te escuchó decir adiós. Quizá, con sus cuerdas flojas incapaces de expresarte que estabas olvidándola... Una parte de tu abuelo, una parte de ti se quedó ahí.
Y ahora, en un futuro próximo, tendrás que ir por ella, porque la ansiedad no te va a dejar vivir mucho tiempo con la noción de que olvidaste la guitarra de tu abuelo en ese lugar donde hubo felicidad y ahora nada.

sábado, 3 de septiembre de 2016

El productor

Por azares del destino conocí a un ludópata. Siempre había sentido aversión hacia los apostadores, pero este me sorprendió en la medida en que, desde el primer día que lo vi, entre cigarro y cigarro, se sinceró conmigo y me contó que se había gastado la quincena en un casino: había tenido que pedir dinero prestado por internet para comprar cigarros Montana, porque para Camel no le alcanzaba. Según me había dicho, ganaba mucho dinero produciendo comerciales para un canal de deportes, pero ninguna quincena resultaba suficiente para cubrir los gastos de su adicción.
Me cayó bien su sinceridad y, como no lo frecuentaba por ningún objetivo económico, me di permiso de que ese ludópata en particular se convirtiera en mi amigo.
Después, en el desengaño, entendí que una de sus características más arraigadas era, también, la mentira. Entonces los azares cambiaron de rumbo y dejé de hablar con él.
No volví a pensar en él ni en su adicción al juego sino hasta hoy, cuando el conductor del Uber que me transportaba, me preguntó a qué me dedico. "Trabajo en televisión", respondí. "¿Y conoces a algún famoso?" "He visto a algunos". Entonces me dijo que, en realidad, a él la gente famosa le tenía sin cuidado, salvo por algún comediante de botas de cuero, cuyo nombre no recuerdo, a quien quería conocer.
"Cuando trabajaba en un casino, prosiguió con el soliloquio, me hice cuate de un cliente frecuente. Era productor en un canal de deportes y me dijo que, si le pegaba a un buen premio, me iba a dar un porcentaje. Yo le contesté, 'no, jefe, mejor presénteme a un famoso a quien siempre conocer'. Me respondió que a quien quisiera, pero cuando le di el nombre de mi ídolo, negó saber quién era." Según quien me contaba la historia, el tipo sí había ganado un premio mayor y, como era de esperarse, no lo repartió con nadie, sino que volvió a apostarlo.
La última vez que vi al productor me contó, entre cigarro y cigarro —ahora sí Camel— que había ido al casino el fin de semana anterior. "Gané doce mil pesos", exclamó con un brillo en los ojos. "Y luego los perdí", musitó, ahora con la mirada derrotada. "Bueno, al menos me fui tablas. Sigo teniendo mi quincena."
Y entonces, cuando me di cuenta de que el conductor de Uber y yo teníamos un conocido en común, le cambié el tema.

viernes, 2 de septiembre de 2016

El silencio

No puedo acallar mis demonios. Necesito tener el alma en silencio.