Tres generaciones de mujeres. Desde la recién nacida hasta las que pasan de los treinta y cinco. Dos madres, tres hijas, una soltera. Una divorciada, una casada, otra soltera. Se juntan todas. Y todas son. Son libres. Se sienten libres. Únicas. Fuertes. Lo son. Mientras ríen, mientras celebran, mientras las más chiquitas lloran. Se comunican. En tanto la adolescente cambia de humores porque las hormonas empiezan a actuar. Mientras las más grandes comparten. Mientras hablan sobre este y aquel, y se adentran en la alberca con sus cuerpos, tan distintos, cuerpos de niñas, de adultas, de bebés. Mujeres todas. Almas femeninas. Relaciones consanguíneas, pero más importante, relaciones de complicidad. A todas, a las seis, las une la complicidad: la de hermanas, la de madres e hijas, la de amigas que se quieren a pesar de todo, por todo. Yo las miro. Las admiro. Difiero con ellas y me reconcilio internamente. Porque este es el verdadero amor. La conversación inagotable y las risas en medio del llanto. La confianza. La felicidad compartida. Compartir. Yo las amo y ellas me aman, y no hay ninguna sensación en el mundo mejor que esa.
lunes, 9 de mayo de 2022
viernes, 18 de febrero de 2022
Los adioses 23:49
Ni él disfrutaba mi compañía, ni yo la de él. Mi cara se amargaba cada vez que lo veía, y él, ciertamente, era cruel. Disfrutaba sintiéndose superior y yo, por supuesto, me sentía inferior.
Y aquel día, que aún recuerdo como uno de los peores de mi vida, en un impulso, ante la inminente realidad de la omisión y el engaño, ante la verdad inevitable de que él nunca me amaría, le dije adiós.
Fue definitivo. Absoluto. Estúpidamente doloroso. Creí, conforme pasaban los años y conocía más hombres de los que finalmente me separaba, que nunca volvería a sentir tanto dolor. Era ese dolor arrebatado que solo se puede sentir de adolescente. Era un dolor sin experiencia, que sofoca, que oprime, que hiela y deja el pecho tan frío que uno siente que hierve. Iba a la universidad como una autómata, básicamente porque no quería preocupar a mi mamá con la depresión que me embargó y que me hizo presa durante años. Subí muchísimo de peso, porque comer era mi único refugio ante la pena que me embargaba. Con ese adiós se fueron todas las ilusiones inocentes de una joven que no había empezado a vivir todavía y que, ingenua, estaba esperando la correspondencia de su amor apasionado para empezar a vivir.
Hoy es sábado 19 de febrero, pero han pasado diecisiete años. Sané esas heridas y me olvidé de las cicatrices que dejaron, aunque hoy me estoy lamiendo otras. Hoy me estoy lamiendo unas heridas tan profundas que calaron los huesos de aquella muchachita de dieciocho años y, aún peor, penetraron el tuétano de la chiquilla de trece a la que un estúpido tuvo a bien gritarle que le daba asco frente a toda la escuela.
Alguien me dio a entender que le doy asco. Alguien por quien, otra vez, estuve dispuesta a sacrificarme, pero no sabía que el sacrificio sería tan alto: no sabía que, intentando ayudarle, iba a perderme a mí misma. No sabía que el dolor sería así, como el que sentí aquel día, hace tantos años y con tan poco conocimiento de por medio. No sabía que iba a recordar los buenos momentos con esta persona como si fueran instrumentos de tortura. Que me iba a arrepentir de haberlo conocido. De haber pasado tiempo con él, de estar a su lado.
Alguien. En mi mente, su nombre vibra, pero no voy a escribirlo aquí. Alguien. En mi alma, su nombre se ha grabado por todo el dolor que siento cuando pienso en él. Alguien. Ese a quien le di el poder de hacerme sentir lo que quisiera, y lo que me hizo sentir fue ínfima, poco importante, absurda, secundaria. Ese que me violentó con sus palabras. El dolor es igual al que vivió aquella chiquilla que apenas estaba descubriendo el amor de la formas más dolorosa. Hoy otra vez estoy así: desmembrada.
Hoy me obligo a querer. A querer comer. A querer salir de la cama. A bañarme. A trabajar. Tal como hace diecisiete años me armaba de toda la voluntad del mundo para ir a clases porque no quería que mi mamá se preocupara por mi comportamiento, por mi dolor, por mis impulsos autodestructivos, hoy tengo que pensar en ella para cambiar de las cuadro paredes de mi habitación a los cuatro muros de mi estudio. Tengo que reunir el cansancio de vivir para conciliar un sueño que, a veces quisiera, se volviera eterno.
Así que espero que hoy, 19 de febrero, este nuevo adiós sea suficiente y definitivo, como el de hace diecisiete años.
viernes, 11 de junio de 2021
Machos y machas 19:53
Esta semana me di un encontronazo con la realidad de las mujeres: el machismo. Ese, recalcitrante, con el que parece que tenemos que vivir y lidiar todos los días. Ese contra el que se hacen marchas, que empieza en lo micro y que termina en una maestra golpeada y avergonzada mientras sus alumnos escuchan la clase. Ese que, al dejarlo escalar, termina en violación y muerte.
La cosa es simple: tengo un compañero de trabajo macho. Puede parecer que uno no es ninguno, pero estamos en una oficina de diez personas donde seis somos mujeres y cuatro son hombres, así que el machismo representa el 10% de la población contra el 60% de sexo femenino. Somos mayoría y actuamos como si no lo fuéramos.
Durante meses, antes de que la pandemia nos confinaba en nuestras casas, mis compañeras y yo nos sentábamos a la mesa con él, nos compartía sus ideas y, con tiempo y cuidado, nos permitió acercarle una realidad distinta a la del privilegio patriarcal que conocía. Y luego el COVID. Y luego la soledad. Y luego la vida.
Cuando lo volví a ver era casi el mismo al que había conocido al principio, aunque un poco peor. Me daba cuenta, sin embargo, de que con todo y todo, al resto de mis compañeros les hablaba bien, a todos salvo a mí. No le di mucha importancia hasta que un día me gritó y le respondí de igual manera, pero luego se me bajó el coraje y dejé ir el incidente como lo que era: un roce con un compañero de trabajo.
Sin embargo él, herido en su masculinidad frágil, no lo vio así. Su pecho hinchado se desinfló de una humillación que él mismo se inventó. Habló de mí con mis compañeros, desde su orgullo lastimado y desde su resentimiento. Se le fue la boca como hilo de media y, gracias a eso, un día lo escuché. Me gusta confrontar, así que lo confronté. Le escribí un mensaje invitándolo a hablar de mí conmigo. Peor todavía, porque si bien no me contestó, a otras dos personas les aseguró que si me dijera lo que piensa de mí, me haría llorar.
Meses después, aún espero con los Kleenex a un lado. Por supuesto, el macho mexicano no se atreve a confrontarme, pero eso sí, nuestras interacciones laborales son cada vez más groseras de su parte.
El jueves pasado me escribió para regañarme y le contesté con ironía. Me llamó. Se victimizó, como el patriarca que es y que juega a la víctima pese a que él es el agresor. Le indiqué que sus modos eran cada vez más groseros a partir de que lo confronté por hablar a mis espaldas y me respondió que él quería aclarar aquello cuando yo fuera a la oficina, porque no son cosas que se deban tratar por teléfono.
El lunes pasado fui a la oficina. El martes también. Y el muy macho, ofendido e indignado, no se me acercó. Quería que yo me acercara a lamer su fragilidad. No lo hice. Me dediqué a trabajar y a ser feliz.
El martes acudieron dos de mis compañeras al trabajo y comieron con él, lo escucharon amenizar el comedor con sus anécdotas. Su subordinado, un hombre que necesita el trabajo y a quien maltrataba hace no muchos meses atrás, ahora consecuenta sus malos chistes. Y ellas se quedaron. Y ellas comieron con él. Y ellas convivieron.
Yo comí sola. En mi lugar. Por lo menos una de ellas me preguntó si quería comer ahí, con el macho, y mi respuesta fue que no. La otra ni siquiera se acercó.
Después me enteré de que él cree que yo soy la que se debe acercar porque el ofendido es él. Que él ni de chiste. Eso, estimado lector, me lo esperaba. Lo que no me esperaba es que mi compañera no se quisiera ni meter. Me contó que ella le dijo solamente que está muy mal que nos encontremos en esa situación, a pesar de que lo conoce y de que sabe cómo se ha dirigido a mí.
Lo que no me esperaba fue que la otra, a la que ha maltratado, me dijera hoy que “sigue igual de macho”, pero que “es su pedo”. A esta última le contesté que es problema de todas, porque la mayoría somos mujeres y están solapando a un macho. Se quedó callada.
Así es como las propias mujeres tejen las redes del machismo que condenan. Así es como se convierten en cómplices de aquello mismo que han padecido y que, porque ellas creen que no es su pedo, seguirá siendo la hiedra venenosa que domina esta sociedad patriarcal.
martes, 22 de diciembre de 2020
Cinco meses después 0:47
miércoles, 12 de diciembre de 2018
Creer 23:47
Y yo creo en ti, como nunca en nadie.
En ti.
Como humano,
en tu capacidad de ser
y dejar de ser
y convertirte en otra cosa.
Creo en tus alas,
mariposa
a veces forzada a recordarse oruga.
En tu pecho colmado de amor
En tu mente, repleta de talento
En tus ojos, mares castaños de ternura.
Creo en tus manos que crean
Que reproducen y sienten
Que me tocan y me inventan formas
Sensaciones palpitantes
Como si hubiera nacido con la silueta
De tus dedos
Tal cual ocurre con las melodías de la guitarra que me hace competencia.
Creo, creo, creo
Muchos más en ti que en estos versos
Que creé para que entiendas que te creo
Que te siento aunque sientas que no siento
Siente más, siente mi presencia
Siénteme
siente mis creencias
Este camino sinuoso que camino contigo
Afortunada, bendita
Ser y creencia
Te creo.
domingo, 20 de agosto de 2017
Odio el ejercicio, pero amo los resultados... 22:42
jueves, 13 de julio de 2017
Cero a la izquierda 22:34
Sí. A veces hay que sentirse mal por el amor. Hay que sentirse malhadado porque, sin importar lo que uno ha hecho, parece insuficiente. O tal vez uno hizo de más y se enteró de cosas que no debieron haber sido, pero fueron. Uno entonces se plantea si lo que no debió haber sido es lo que ha construido por un tiempo ya. Se pregunta uno, entonces, si ha sido así desde el principio de los tiempos. "Quizá debí quedarme en mi zona de confort", piensa uno, "ésa donde enamorarme no resultaba necesario".
Ya no hay manera de ver las cosas como antes. ¿Será que ella escribió esto por él? ¿Será que también la hizo sentir mal? ¿Desde cuándo está pasando esto? ¿Apenas hace unos días o tiene meses? ¿El engaño es autoengaño en realidad? Seguro no soy tan hermosa como me decía. A lo mejor está conmigo porque se conformó. Seguramente no me quiere. ¿Alguna vez me habrá querido? Quizá nunca me quiso. Quizá le doy asco. Quizá está conmigo porque cree que no puede estar con alguien más.
A mí me da tanta ansiedad que quisiera arrancarme la piel. En el fondo sé que toda esta gama de pensamientos recurrentes son destructivos. Me miro en el espejo e intento ser ecuánime. Echarme porras: eres hermosa. Eres lista. Eres simpática. Si no te quiere, alguien más te querrá. Si le escribe a otras, por más que ellas no tengan la culpa, es un tonto porque tú eres mil veces más lista. Porque tu cara se ve más linda. Y aun así, en el fondo, te sientes gorda y seguramente el espejo te miente y te ves ahí mejor de como te ves en realidad. Qué más da si eres lista si también te concedieron la maldición de este carácter. Se vuelve una lucha consigo. Una batalla campal en la que hay dos opciones: el amor y la confianza o la desolación...
Todo es tu culpa: quizá eres muy aburrida. Quizá esa otra que ahora escribe que se siente triste vio que es encantador y se prendó de él también. ¡Socia! Quisieras escribirle, sé bien quién eres tú. Después recuerdas que ella no tiene idea de quién eres porque resultaste el secreto mejor guardado para la gente que no está en el entorno, en la inmediatez, en la cercanía. No son otras las que están guardadas, en secreto. ¡Eres tú! Bah, qué calamidad: un lugar invertido. Eres un secreto. Uno que no merece la pena ser contado. Un cero a la izquierda.
miércoles, 14 de junio de 2017
Hogar 23:20
Cuán inciertos son nuestros futuros, separados, juntos. Será porque el futuro en realidad no existe aunque trabajemos para alcanzarlo, por alcanzar una utopía, una ilusión que no sabemos si cabe o no en nuestras vidas.
Dentro de todo, me parece que la mejor forma de vivir una relación es aquella en la que las ambiciones de ambas partes son distintas. Cada uno anhela andar un camino –en mi caso, últimamente he perdido la brújula y no sé hacia dónde me dirijo, pero no desando mis pasos para caminar tu camino, sino que sigo sin rumbo fijo, intentando encontrarme mientras tu voz me orienta un poco, me tranquiliza–. Nuestros caminos, distintos, se han vuelto paralelos y espero que así continúen durante un tiempo que podría prolongarse. A veces, la ilusión óptica, las sombras que se reflejan en la vereda nos hacen creer que nos distanciamos, que no somos quienes somos, que tal vez no deberíamos seguir caminando uno de la mano del otro... Pero luego llega la sensatez y con la sensatez el sueño y, si la magia existe, es ahí donde sucede.
En el sueño. No importa cuántas y cuán distintas sean las habitaciones donde nos acomodamos, se vuelven mi hogar cuando duermo a tu lado. Últimamente, ese espacio funge como el único lugar en el cual me permito ser yo: contenta, triste, excitada, desnuda, con comportamientos poco calculados y con risas y gemidos sinceros. Ahí también, como en un hogar, hemos discutido. Ahí también hemos peleado. De ahí me he ido sin ti. Ahí cenamos. Ahí bebemos. Ahí fumamos. Ahí te veo las pecas y el lunar enorme en la espalda baja. Ahí duermo. Tú duermes a veces y otras te cuesta trabajo conciliar el sueño, pero yo siempre lo logro. Duermo con la certeza de que estoy segura, de que estoy en casa con un compañero de vida a quien escogí y que me escogió para seguir juntos hasta que el tiempo ya no nos lo permita. Cuatro paredes, ahora con más metros cuadrados de por medio, a veces con menos, son suficientes para sentirme tranquila y cómoda si estoy contigo.
Si me pidieran un ejemplo del significado del amor, hablaría de la paz que me transmite dormir contigo. De lo bien que se sienten tus abrazos y el olor de tu piel en reposo. De cómo podría quedarme ahí mucho tiempo, viendo tus chinos alborotados y tu nariz partida. Hablaría del hogar que, un par de noches por semana, tengo la fortuna de construir contigo.
martes, 30 de mayo de 2017
Reflexiones precumpleaños 21:34
Hace un par de años, cuando mi abuelo murió y me diagnosticaron un padecimiento, decidí hacer una celebración de la vida.
Organicé una fiesta de cumpleaños el mero 5 de junio, que tradicionalmente había pasado en familia hasta entonces. Una fiesta de rockstars para celebrar que, a pesar de todo, existimos.
Curiosamente fue mucha más gente de la que esperé que llegara. La mayoría eran mis amigos. "¿Es en serio?", pensaba mientras deambulaba por el lugar con mi minivestido plateado y mis súper tacones rosas. Qué piernas se me veían, qué contenta estaba de ver a mi familia y a mis amigos ahí, reunidos, felices y bailando. No podía pedir más que eso que me estaba pasando.
Y luego cumplí treinta en medio de un vórtice de emociones y una estampida de cambios. Ese día, el 5 de junio de 2016, decidí hacer una labor ciudadana y fungí como funcionaria de casilla. Craso error: entre el cansancio de la jornada y la espera de una llamada que no llegó, los treinta no iniciaron tan bien como esperaba.
Este año, en la víspera de mis 31 años, he decidido que ese día transcurra como cualquiera. No tengo nada que celebrar. El tiempo pasa y la vuelta al Sol es simplemente el devenir cotidiano de la naturaleza. Quizá celebrar los cumpleaños sea un signo de racionalidad, pero esta vez no tengo motivos ni ganas de ser tan racional (¿Será acaso que estoy negando mi humanidad?)
Últimamente siento que camino por inercia y sin rumbo. Que nomás voy pasando por la vida. Me preocupa, claro, porque el tiempo no espera y si sigo esperando la vida me va a arrastrar a la muerte como una ola. Por otro lado, en este momento estoy cansada de nadar contra corriente. Quisiera confiar en el mar: que me arrastrara a la orilla o a aguas continentales y, si he de naufragar, que me encuentre una isla como Robinson Crusoe.
Después me acuerdo de que no puedo darme ese lujo y muevo los brazos con tanto ahínco que termino por sentir que me ahogo y que la desesperación se me agolpa en la garganta mientras veo una ola gigantesca a punto de arrastrarme. "Resiste", me digo. "Nada un poco más". "Vuelve a ser tú". "No te rindas". Apelo a la adrenalina para que me haga salir del agua, justo como aquel septiembre en que entré al mar vespertino y casi no la cuento.
A lo mejor, en el fondo, lo que quiero es que me consientan. Que mis seres queridos me levanten de la cama y me obliguen a salvar la ola. Sin embargo, ya estoy grande y nadie me va a consolar si me avientan la cara al pastel, como cuando era niña.
Quisiera ser niña otra vez. Sin grasa extra en el cuerpo, amargada y feliz como era. Quisiera no sonreír en las fotos porque estoy chimuela y no porque las mejillas se me ven más abultadas. Quisiera ir a la escuela y abrirme las rodillas en el patio, porque jugué con brusquedad. Quiero volver a la ilusión de los siete años, cuando me di cuenta de que quería escribir toda la vida. Añoro esa edad dorada en que redactaba mi diario lleno de pendejadas.
Siento que le fallé a esa niña linda llena de ilusiones ingenuas. Siento que fracasé y que sigo fracasando. Siento que no valgo nada. Que quiero que la marea me lleve adonde sea, con tal de no quedarme estancada.
lunes, 6 de marzo de 2017
No te vayas 0:54
El amor le llegó de una manera tan distinta que no daba crédito. Tan intensamente que, por primera vez, se visualizaba, realmente, en ese punto en el que nunca creyó que se encontraría: el del único deseo de estar con ese alguien tanto como pudiera. Le hacía tanta ilusión aquel pensamiento que, al mismo tiempo, le daba miedo perderlo. Y sin embargo, sobrevivía la ilusión. Quería, con abandono, con incredulidad de sí misma, y le vino una metamorfosis gradual y poderosa.
Que se quede, deseaba. Que se quede.
Quédate.
Quedate.
No te vayas.
domingo, 1 de enero de 2017
Bailarinas 12:12
Se hablan por teléfono. Se ponen de acuerdo. No tienen mucho dinero. No importa. Quieren salir a bailar. Moverse. Recordar que son jóvenes. Reafirmar que son hermosas. No necesitan nada más. Las dos visten sus rostros con base de maquillaje. Una adorna sus párpados superiores con una línea negra. La otra prefiere sombras. Rímel para las pestañas: las de esta son largas; las de aquella, cortas. Ambas se perfuman: esta con colonia para caballero, recuerdo de un amor de antaño; aquella, con un aroma muy rico, que su amiga no sabe distinguir si es flor o fruta, pero que le encanta.
Son mujeres independientes de la gran ciudad. Una vez acicaladas, se encuentran en el metro, a las diez de la noche, listas para que la diversión comience. Ambas están viviendo su tercera década, sin embargo, a la más joven aún le asombra salir a esas horas en transporte público. Le gusta, se siente más independiente. Se siente bien. Ambas se sienten bien. Ya en el metro comentan que han subido de peso, que ya no les queda la ropa, que necesitan unir fuerzas, como antaño, para hacer dieta. No importa. Ese día no importa que hayan sacado del clóset lo que les queda más holgado, no importan las mejillas ni el torso abultados. Importan ellas y sus ganas de bailar. Solamente ellas.
Llegan a la primera parada. Tienen planeada que sea la única. "Tengo hambre", dice una. La otra le hace segunda. Hay que alimentarse bien, porque la diversión cansa y necesitan energía. Mientras cenan hablan, fundamentalmente de hombres. De sus amigos. De esos con los que se han liado. De estos con los que ahora salen. De lo que les gustó, de aquello que no debieron haber hecho, pero ya forma parte del pasado y no hay manera de cambiarlo. Son inteligentes, de modo que también ríen de lo que observan. Comentan sobre los patrones que inevitablemente encuentran en la naturaleza, en los humanos, en ellas mismas.
Terminan de comer. Empieza la fiesta en una bodega de la colonia Roma que, con unas esferas de espejos que reflejan las luces fluorescentes, se convierte en discoteca. Cerveza barata. Gente a la que no le importa nada más que bailar o ver cómo bailan otros. Se hacen ruedas alrededor de danzantes expertos. Ellas caminan, se detienen, observan a los bailarines en el centro del círculo. Bailan. Quisieran conocer más pasos como los que ellos repiten en sus rutinas para poder entrar a la rueda. Fantasean al respecto.
Un par de horas después, se aburren. "Vamos a un lugar en el que podamos bailar". Aquí se siente, de pronto, como si no pudieran. Piden un Uber y se desplazan. Colonia Condesa. El lugar abarrotado, no parece que el día siguiente es festivo, un día para pasar en familia. Entran. Ordenan bebidas. Bailan. Bailan sin parar. La más joven mueve el cuerpo como solamente se atreve cuando siente mucha confianza, como solamente baila con ella misma. Ambas están cargadas de energía. Siguen danzando al ritmo de la música popular. Se ríen. Se carcajean. Algún hombre las ve, a lo lejos. Quizá alguno incluso se acerca para intentar hablar con ellas. Los ignoran. No hay nadie más que en el bar, aunque está lleno de gente. Amigas juntas que platican, bailan y sonríen. Se ríen, en una escena moderna de Jane Austen: la absoluta inconciencia de lo que ocurre en su entorno las abstrae. Únicamente escuchan música en el fondo y, de vez en cuando, interceptan al mesero. La más joven suda. La más grande se mantiene fresca.
Se encuentran, por casualidad, con unos conocidos. Saludan, como lo dicta la cortesía, y después se van. La mujer más grande, que es, paradójicamente, quien tiene el cuerpo más pequeño, se ha cansado. Se sienta. La mujer más joven sigue bailando. No para. ¿Qué espera? Quizá, que el tiempo se detenga mientras ella va más rápido. No obstante, su entrañable amiga no puede más: necesita descansar. Emprenden el camino a la salida. La chiquita tiene un cuerpo tentador que sacude los instintos a cualquiera hora, si bien a esa, entre tanta gente ebria, hay que protegerla de esos hombres que se sienten con concesiones extras y quieren invadir su espacio vital. Esa amiga, la grande, se cuida sola. No pocas veces también cuida de su amiga, la más joven, que es tan alta como torpe.
Salen, ese dúo de mujeres que se ha transformado en dinamita. Afuera todo es caos. La fiesta, en ese lugar por lo menos, ha terminado. La gente fuma afuera. La más joven también. Un hombre la busca. La besa. Ella responde, pero después ya no quiere. La mujer grande lo ahuyenta. Los conocidos y ellas vuelven a verse. La joven se pregunta si vieron el beso. La grande desconoce la respuesta. Se acercan a ellos. A la más joven le piden que se comporte, porque sale con alguien quien, ese día, no fue. A la más grande, en cambio, le coquetean, y ella ejecuta sus conocimientos en las artes del flirteo como nadie más que la joven haya visto nunca. Es la maestra. Funciona, como siempre: el conocido más guapo ya está rondándola, pero ella está cansada.
Están por marcharse. A la joven le piden que recuerde a su chico ausente, a la grande le gritan hermosa. Y ellas ríen. Con cada bocanada de aire que aspiran, se comen un poco más al mundo. Ríen a carcajadas cuando la mujer grande le devuelve el piropo y, desde la ventanilla del Uber que las llevará a sus casas, le grita guapo. Ella sabe que puede hacer con él lo que quiera. A su amiga, por lo menos, le queda claro. Sus risas se asemejan a las de las púberes en medio del patio escolar preguntándose por qué los hombres actúan tan raro con ellas, si bien, dieciséis años después, estas amigas ya lo saben.
Mientras se carcajean y comentan la velada, la conciencia del poder que tienen regresa a ellas. Sin embargo, es secundario. Están conviviendo, casi como hermanas. La conciencia les hace comprender mejor ese entorno que, en aquel momento, les divierte. Comentan. Critican. Sonríen. Se ríen. Se carcajean. Ha quedado muy atrás, al menos por el momento, el sufrimiento que les provoca el sobrepeso. ¿Quién se acuerda de la dieta más que para pensar que la próxima vez que vean a los conocidos tiene que ser en mejores circunstancias? Es por ellas, en realidad, pues ya saben que son poderosas.
El hechizo se rompe a las cinco de la mañana. A las cuatro todavía se conservaba porque era justamente la hora en que la noche está por morir, pero aún no ha dado paso al día. A las cinco ya está amaneciendo. A las cinco, la más joven está llegando a casa. "Una noche redonda, redonda", y se duerme con la satisfacción de que, a los treinta, una todavía es muy joven.
miércoles, 12 de octubre de 2016
El amante de cristal 2:43
Sin embargo, hay personas que hacen otras cosas. Quizá sea que, en este mundo de pares, al convertirse en nones, estos individuos no se hallan y buscan a otro desesperadamente para regresar a la condición de pares, como si fuera su esencia.
En lo único en que el amante de cristal se parece a mi exnovio es en la profesión y, también, coinciden en la edad. De ahí en fuera, son en todo diferentes: sus contextos, sus complexiones, sus maneras de tratarme y la pasión con que viven la vida. El primero es más bien frío, y el segundo emana fuego, pasión, deseo.
En mis sensaciones, el amante de cristal despertaba matices muy distintos a los que experimentaba por el dueño de los gatos. Eran tan disímiles que, si hubiera podido vivir con ambos una relación de poliamor, lo habría hecho sin dudarlo. Sin embargo, el dueño de los gatos y yo vivíamos en una monogamia en peligro de extinción, aunque monogamia al fin y al cabo. Si bien el amante de cristal me procuraba a distancia y me insistía en que debíamos vernos, yo me resistí y me resistí, así como también me rehusé a aceptar, por unas semanas, que mi situación con el dueño de los gatos empeoraba cada día.
Como una coincidencia del universo, un día después de que di por terminado mi vínculo físico con el dueño de los gatos, el amante de cristal volvió a buscarme. "Véamonos", me pidió. "Veámonos", accedí. Y a partir de entonces, casi sin darme cuenta, caí en un torbellino de emociones en que, creí, nos encontrábamos los dos. Un vórtex de pasión que se mezclaba con tormento. Entre beso y beso, yo sentía que lo quería, que en sus ausencias me haría falta, que si no lo abrazaba con violencia, el alma se me requebrajaría. Antes bien, al separarnos entrábamos en una dinámica de peleas que se me antojaban infinitas e hirientes, pero que me hacían sentir más viva y más querida que las últimas semanas con el hombre anterior.
En realidad, aquellas palabras se clavaron en mi espíritu y, pese a que no volví a mencionar el tema, cuando volví a verlo, con la certeza de su interés, mi conducta se transformó. Todos los días me despertaba pensando en él. En sustitución de mis remembranzas diarias con respecto al dueño de los gatos, mientras el agua de la ducha me caía en el rostro, pensaba en las manos del amante de cristal. Sentía hambre de sus abrazos, de su cuerpo cálido, de sus miradas inquisitivas, de sus conversaciones siempre apasionadas, de su sonrisa franca y espontánea. Y aún así, la comunicación a distancia resultaba tortuosa: malos entendidos, manipulaciones, machismo disfrazado de indiferencia, indiferencia disfrazada de falta de tiempo.
Seguí frecuentándolo hasta donde el trabajo y los tiempos nos permitieron. Mi cuerpo albergaba cada vez más pasión y, mi mente, una mezcolanza de emociones. Un día, en medio de sábanas encantadas por el hechizo de la piel, me confesó que estaba en una relación abierta. Primero me sentí usada, pero mientras escuchaba a lo lejos su voz diciéndome que conmigo se sentía distinto, mientras hablaba de la complicidad que experimentaba en mi presencia, de la química y de la pasión que desencadenaba en él, me di cuenta de que estaba actuando como una cínica y, más allá de eso, como una hipócrita: yo también lo estaba usando.
Seguí buscando al amante de cristal, y el amante de cristal comenzó a ausentarse. Un pretexto, otro y otro más, y terminamos mandándonos al diablo en una hecatombe telefónica. No sé si era mucha pasión, no sé si era mucha necesidad, o quizá un poco de ambas cosas, la cuestión es que, como azufre, fue deshaciendo nuestras bases inestables. El amante de cristal era tan frágil como yo y estaba lleno de inseguridades. Me decía que no veníamos del mismo mundo, que nuestros contextos eran distintos, que era mejor dirigirse a mí como "señora" o "doña", por respeto al origen distinto del que ambos proveníamos. Incluso usó de pretexto a sus amistades y a su certeza de que no me caerían bien para no invitarme a su vida. Tan distintas me parecieron sus acciones de aquella conversación que narré hace unos párrafos, en la que aseguró que quería involucrarme en su existencia, que terminé por sentirme engañada y lastimada, a pesar de mi conciencia de que yo no estaba siendo completamente honesta.
Y entonces, de nuevo, la ausencia del dueño de los gatos se apoderó de mi mente, pero de manera más intensa: se mezcló con la de mi amante de cristal, que había terminado de romperme.
viernes, 23 de septiembre de 2016
Writer's Block 22:06
Basta de hablar de lo que se fue, y mejor les cuento lo que me regresó: la disciplina de la escritura.
sábado, 17 de septiembre de 2016
La devolución de la guitarra 0:14
miércoles, 7 de septiembre de 2016
Velorios 13:04
3. intr. Dicho de una cosa: Ajustarse con otra, confundirse con ella, ya por superposición, ya por otro medio cualquiera.